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jueves, 26 de mayo de 2022

BANDERAS

 

BANDERAS



Ha sido durante los últimos acontecimientos deportivos internacionales cuando me he dado cuenta. En ese momento no fui consciente de ello. Hace unos días, al rememorar todos ellos, decidí escribir esta reflexión al darme cuenta de que un reguero de fotografías asediaba mi cerebro, instándome a rebuscar en sus cajones más arcanos para dar con el enigma. Juegos olímpicos, pistas de tenis, estadios de fútbol…Un hormiguero de rostros nebulosos en blanco y negro me azotaban como látigos, pero entre toda esa mezcolanza, lo único que distinguía con nitidez eran dos colores: el rojo y el amarillo.




Nuestra bandera era el denominador común de todos mis recuerdos. Fue entonces cuando  pensé en cómo cambia el guion según cuándo, dónde y/o bajo qué circunstancias ondeemos la tela de la discordia. Parece ser que en este tipo de competiciones internacionales, y particularmente en el fútbol, inflamos pecho y todos a una, sin distinción, sacamos de paseo a nuestra bandera en forma de camiseta o pañuelo, marca de agua, tatuaje o brochazo, en balcones o en el alma. No hay prejuicios ni perjuicios. Nos teñimos de vino y ámbar para los románticos, o de rojo y gualda para los clásicos. Qué más da. Nos embriagamos de lo nuestro.

Es conmovedor ver como durante las horas, días o semanas que duran los encuentros, todos somos españoles, los autóctonos y los forasteros. Solo nos mueve el orgullo patrio; y nuestra patria y patrimonio se reducen a un único grito; unísono,  fausto y henchido. Durante esos días nadie cuestiona la euforia derramada hacia nuestra bandera, no se politiza ni se adultera. No tienes miedo a ser etiquetado, enjaulado en una rueda de adjetivos peyorativos, hirientes y pasados de moda. Exhibirla y emborracharnos de sus colores lo vivimos como algo normal; lo que debería de ser siempre.

Pero terminan los campeonatos y con ellos el fervor por ella para unos pocos, que siempre son muchos. Pasa de ser casi la Sábana Santa al trapo mugriento de cocina que observamos con desdén o ni miramos. Inexistente.

Es chocante observar las reacciones de la gente ahora que nos roza muy cerca una guerra. Aquellos que despotrican sin piedad de nuestra bandera,  ahora no dudan en adoptar la de otra nación como la suya propia; y no percibo yo el menor asomo de complejo o rechazo alguno. No dudan en solidarizarse con ellos plantando la bandera ajena en terrenos propios, cambiando hasta la foto de perfil de sus redes sociales por los colores de un país que hasta hace tres días, como el que dice, la mayoría no sabía ni situar en un mapa. No importa; mañana serán otras tonalidades y el mes que viene la de colorinches; cuestión de modas, oportunismos e idiotismos.

Adoro a España, pero somos un país de “maricomplejines”. Deberíamos abandonar sin miramientos el provincianismo que nos ocupa y darnos un atracón de dulce chovinismo. Es lo que hacen muchos otros países con menos historia, con menos poderío, con menos conquistas, con menos razones… En esos países la bandera o el himno son motivo de orgullo, aquí “cosas de fachas retrógrados”. Las etiquetas como mecanismo de defensa, cual marbete incrustado a fuego en la piel para distinguir a los que nos distinguimos. Ellos sí que están anticuados con esos tópicos descatalogados, más pasados de moda que la vajilla de mi abuela.

Se me ocurren miles de adjetivos, cuya gradación iría in crescendo, para solfear verbalmente a todos los que no sienten amor hacia nuestro país, nuestra bandera y nuestro himno, pero no lo haré. Bastante tienen ellos con ser unos deshabitados y expatriados emocionales. Desconozco los traumas que habrán tenido que atravesar para desprender ese odio visceral por algunos símbolos, y francamente me importa un bledo, pero que nos dejen a los demás con nuestros sentimientos y nuestro entusiasmo.




Mi bandera como Patrimonio de la Humanidad, bien común, derecho, deber, discurso, bala, flecha, baile de salón, filosofía de vida, locura, senda, panacea, droga, resaca, carnaval y casilla para donar en la declaración de la renta.


Autora del texto: SUSANA CAÑIL

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