Lo más pernicioso que puede
hacer una persona con otra, es darle todo. Y en especial, los padres con los
hijos, una querencia a la que tendemos con escasas posibilidades de
reconducción. Es una opinión personal, como todo lo que escribo. No tenéis que
estar de acuerdo, ni lo pretendo. Solo seguir leyendo, si lo estimáis oportuno.
No hay fórmula más eficaz
para transformar en piltrafa a un ser humano que proporcionarle todo: comida,
casa, diversión...Liquidar sus deudas, alimentar sus vicios, encontrar solución
a sus problemas y hasta donarle ideas. Que no tenga que pensar, ni combatir, ni
decidir. Que no sepa lo que es sufrir y enfrentarse cara a cara con las
dificultades, ni plantarle pelea al miedo, ni reventar obstáculos. Cuando
alguien se acostumbra a recibir todo, se acomoda con rapidez en una cálida y
adictiva (pero bien peligrosa) zona de confort, que impide ni siquiera imaginar
que, a corto o largo plazo, puedan ser provechosos para la sociedad y para ellos mismos.
Normalmente estos individuos
juegan magistralmente con los sentimientos de los demás. Son expertos en
aporrear la moral ajena en beneficio propio y asumen con naturalidad el rol de
víctima. Consideran que los demás son los responsables de suministrarles todo y
si en algún momento esa ayuda deja de llegar a sus manos, siempre culparán al destino, a la fatalidad,
al horóscopo, al vecino, al gobierno, a la virgen del botijo o al sursuncorda de
sus desatinos, sus carencias, sus limitaciones y sus temores en una suerte de
ejercicio diario, estéril, inicuo y perezoso, con tal que no mirarse al espejo
y presentarse.
Instintivamente todo el
mundo se sitúa de parte del débil, del frágil, del necesitado. Y sí, es lógico.
Especialmente si esa persona es un familiar, un amigo o alguien con el que te
une un vínculo de amistad, cariño o amor. Pero como todo en la vida, también en eso es obligado
dibujar los límites; por el bien de esa persona y por el tuyo propio. Debemos,
aunque en algunos casos nos cueste muchísimo, establecer fronteras que no se
puedan traspasar. Fronteras electrificadas, si fuese preciso. Especialmente en
los casos en los que tu equilibrio emocional, familiar o económico amenazan con
suicidarse. Y con esto no quiero decir que no haya que ser solidario y
generoso. Lo que digo es que hay que socorrer en momentos puntuales y con
carácter temporal. Si lo convertimos en algo habitual, evitaremos que saquen a
la luz sus capacidades y sus talentos. Y los llevaremos de cabeza a ese
particular cadalso en el que malviven los parásitos que habitan esta sociedad.
Cuidado con ciertos
personajes, esos que llevan la etiqueta de “frágil” colgando y a la vista, los
que asumen como algo intrínseco y natural el estatus de víctima, los que se
aseguran de tener asiento vitalicio en la queja, los que creen que los demás
hemos nacido con la obligación de solventar sus penas y depositar todo en sus
manos, sin seguro a todo riesgo. Este tipo de sujetos suelen encajar en un
patrón perfectamente definido. Nos hacen creer en su debilidad, nos trabajan la
moral a conciencia y tratarán de convencernos, sin tregua, de que el mundo ha conspirado en su
contra.
Mucho cuidado con ellos,
porque en la caída te arrastrarán.
Conozco varios casos muy
cercanos. Todos acabarán mal. De hecho, ya caminan por un sendero escabroso. Una calle sin salida. Y
no, no me he vuelto pitonisa. Es sentido común y analítico. En ambos casos son
madres. Madres con hijos que traspasan los cuarenta, hombres hechos pero no
derechos. Inteligentes, preparados, capaces y sin limitaciones físicas y/o
mentales que les impidan llevar a cabo un trabajo. En algún momento de sus
vidas, como en la de todos nosotros, no supieron o no quisieron sortear los
obstáculos que les abordaron por el camino. Recibieron ayuda, física, económica
y emocional. Se les enseñó el camino correcto a seguir. Y aunque en un
principio parecía que sí, que habían salido del fango, resultó que sólo era un
espejismo. Una y otra vez volvieron a las andadas y una y otra vez siempre
había, y hay, quien les sostiene. Ambas madres han quedado arruinadas
financieramente, devastadas emocionalmente y ahora tienen auténticos indigentes
por hijos. Seres que han perdido la capacidad de ilusionarse y de pelear. Creen
estar haciéndolo bien y lo único que han conseguido es anularlos del todo por ese exceso de cobijo, de proteccionismo y de amor mal entendido. Por no saber ver que un "no" a tiempo, supone la diferencia entre la salvación o la total perdición.
Y llegados a este punto yo
me pregunto. ¿Quién tiene más culpa? ¿El que quiere vivir a costa de los demás,
sin enfrentarse a los problemas y
escondiendo la cabeza como el avestruz o el que le ha dado todo permitiendo que
se llegara a esa situación, sin posibilidad de vuelta atrás?
Cuántos errores se cometen
en nombre del amor. Pensadlo.
Derechos Reservados
Autora del texto: Susana Cañil