COTILLAS,
EXHIBICIONISTAS DE BATA DE COLA Y
ALPINISTAS DE SALÓN
Soplan buenos
vientos para los cotillas, los chismosos, los ajustadores de conciencias
ajenas, los vigilantes del asfalto en chancletas de playa, los justicieros de
la mirilla, la casta inquisidora, porteras con bata de guatiné, esos que en sí mismos ya son una
pandemia. Hay ciertos virus que no tienen vacuna, remedio,
receta milagrosa ni oración que los extermine. Ni un exorcismo acabaría con la
nueva Gestapo de balconcillo. ¡Qué sería de nosotros si a esos les dieran un
uniforme, un cargo político o un poco de poder, aunque fuera transitorio?
Bueno, de nuestra indecente y obscena caterva política ya disponemos de más de
un indicio. Por desgracia lo estamos sufriendo en nuestras propias carnes.
Esa subespecie
(no se engalana ni con la categoría de especie)
ha existido siempre, pero ahora, envalentonados bajo el paraguas de su
ilimitado tiempo libre, su mediocridad y su esencia porteril, se han hecho
visibles desde todos los palcos posibles; da igual un distinguido mirador del
barrio de Salamanca que una sencilla barandilla de zona obrera; una
aristocrática galería o un alegre y florido ventanal andaluz. Los nuevos
guardianes del orden nos vigilan a cara descubierta, ya ni siquiera se molestan
en esconderse tras un visillo, no. Ahora cuentan las veces que sales a la
compra, a la farmacia, cuántos paseos le das al perro o el perro a ti, o si sales con o sin
mascarilla. Vigilan al que va por la calle o al edificio de enfrente con su
prismática mirada inquisidora, no vaya a ser que haga tres estiramientos de más
en su terraza y a ellos les parezca que está quebrantando la cuarentena. O te
insultan desde su altura, la del piso de su edificio no la moral, que de esa
andan escasos, sin saber si vas a trabajar o a llevar comida a tu padre porque
vive solo.
Triste que los niños con trastornos como el autismo o el Síndrome de
Asperger deban salir ya con la etiqueta de casa para evitar ser insultados en
el mejor de casos, cuando no agredidos. Y aun así, da igual. Desde un octavo
piso uno no puede detectar la pulserita que permite sacar a estos niños de
paseo por sus especiales características. No se me ocurriría jamás increpar a
alguien por la calle sin saber antes sus circunstancias personales. Ellos no;
jueces de pacotilla sentenciando por intuición. Gentecilla con mucho tiempo
libre y un móvil en su mano con el que poder
grabar todo lo que se les antoje sospechoso. Junto al abismo de lo absurdo
trepa siempre lo peligroso.
Eso sí, estos
nuevos sabuesos son los mismos que a las horas estipuladas, puntuales cual reloj
suizo, lo mismo mantienen el minuto de silencio, que aplauden hasta hacerse llagas en las manos o secundan una
cacerolada. Lo que haga falta, señores. Será por tiempo… Todo con mucho
entusiasmo, por supuesto. Y ojo, no nos olvidemos de que, además, muchos de
ellos han descubierto en estos días a la vedette que llevaban dentro, mostrando
un exhibicionismo carpetovetónico digno de esta corrala llamada España.
Disfraces, cánticos, bailoteos…que en la mayor parte de los casos taladran
nuestros oídos y nuestros ojos. Les han extirpado la prisa y ahora no saben qué
hacer con tanto tiempo libre. Lo que antes era un hobby ahora es su modus vivendi.
Y si no tienes
balcón, no hay problema. Tenemos las redes sociales que cada vez que me paseo
por ellas, salvo honrosas excepciones, me dan ganas de sacar los tanques a la
calle, los gatos del callejón y mi lengua afilada de paseo. Como hoy, por
ejemplo.
Yo les diría a
todo este enjambre, aun sabiendo que será como predicar en el desierto, que entrenen
de una vez su marmóreo cerebro, que no permitan que la principal avenida de su
vida, el intelecto, se oxide. Que dediquen el tiempo a leer que otorga muchas
más satisfacciones que vivir permanentemente presos de lo ajeno.
Que leer,
pensar y darte una discreta vuelta por el balcón (sólo para orearte) es posible. Increíble, ¿verdad?