CAMBIO DE HORA Y CAMBIO DE AHORA
Es
sábado y por primera vez en mucho tiempo, sé que no tengo que brincar de la
cama corriendo, camino de la radio. Es una sensación extraña. Ni mejor ni peor,
simplemente distinta.
Organizo
mentalmente mi día para poder hacer cosas que quiero y que tenía abandonadas,
aplazadas, semiescondidas… Cosas corrientes, nada del otro mundo. Porque yo soy
de planes sencillos, de esos al alcance de cualquiera, pero que la mayoría de
las personas solo aprecian cuando ya no pueden disfrutarlos. Soy casera,
cercana y cotidiana y quien me conoce de verdad, sabe que es así. Disfruto
viendo una película en casa, leyendo un libro o desayunando con mis amigas
íntimas mientras nadamos entre mares de confidencias.
Hoy
luce un día espléndido. Alumbra un sol casi primaveral y decido aparcar mi
habitual estilismo de vestido y taconazos por uno más relajado; vaqueros, botas
y una camiseta. Hacía tanto tiempo que no me vestía así, que cuando me miro en
el espejo, casi no me reconozco. Pero la imagen que me regala, me gusta. ¡Para
qué negarlo!
Me
siento en una terraza con un café y la prensa, mientras consiento que el astro
rey se revuelque en mis mejillas a su antojo e invada mi organismo de la tan
necesaria vitamina D.
No
llevo ni diez minutos cuando un grupo de cuatro mujeres se sienta justo detrás
de mí. Son tres mujeres de entre 35 y 45 años aproximadamente y una señora
mayor, que tranquilamente sobrepasará los ochenta. La terraza está vacía, pero
ellas han elegido situarse bien pegaditas a mi asiento. ¡Joder! No tendrán otro
sitio…me digo interiormente, en un día en el que lo último que deseo es
compañía de ningún tipo, ni conocida ni desconocida.
Me
llama poderosamente la atención la forma de vestir de la ancianita. Leggins
ceñidos al máximo, botines de tacón alto y con pelo y un jersey moderno con un
discreto toque brillante. Rubia natural (eso lo sé porque las mujeres tenemos un
radar para detectar ciertas cosas) con un moño alto, recogido con estilo. La
señora tiene clase y es más que evidente que debió de ser un cañón en tiempos
pretéritos.
Comienzan
a conversar, y entre que hablan alto y las tengo pegadas, no hay quien evite
escuchar la conversación. ¡Lo que me faltaba! Calculo la posibilidad de
cambiarme de mesa, pero hoy mis ganas de nada son más fuertes que yo y me dejan
cosida al asiento sin perspectiva alguna de escapatoria. Me concentro en interiorizar
las noticias que me cuenta el periódico con el objetivo de aislarme del grupito
y del mundo entero. Pero claro, no lo consigo.
Hablan
de todo y nada, de que se van de viaje en el puente y otros temas banales. Por
lo que logro entender, una de ellas es una hija, otra una amiga y la tercera,
la nuera. De repente una de ellas le pregunta a la anciana cómo se encuentra
hoy. Y ahí es cuando la voz de la señora mayor me cautiva, cadenciosa y
señorial, tanto como sus palabras.
Ha
padecido diferentes tipos de cáncer a lo largo de su vida que ha logrado ir
sorteando con un optimismo desbordante por cómo lo cuenta, bromeando con el
tema con un humor envidiable, casi negro. Ahora atraviesa por otro (no logro determinar de
qué tipo o dónde está localizado) y le dice a sus acompañantes que está bien.
Literalmente les comenta: “Yo tengo cáncer como otros padecen la gripe. Ellos
se medican para una cosa y yo para otra. No hay que dramatizar”. Me quedo loca
cuando la escucho y casi derramo el café de la sorpresa.
A
estas alturas, yo ya estoy seducida por todo lo que cuenta esta dama. Finjo
estar muy interesada en lo que me sopla el periódico, pero es mentira. La
anciana nos está dando una lección de vida magistral, gratis y libre de impuestos.
Me entero de que practica deporte, conduce, viaja, hace la compra, le gusta
arreglarse... ¡Vive! Y es culta. No hay más que escucharla hablar unos minutos
para darse cuenta.
Y
en ese momento creo en el destino sin fisuras, que ha permitido que no me
moviera del sitio para poder escuchar su gratificante mini discurso. Y mi
ánimo, torcido, agrio y luctuoso, vira súbitamente sin pedir permiso.
La
vida es sencilla siempre, nosotros la complicamos vilmente añadiendo problemas
innecesarios que, con buena voluntad, seríamos capaces de resolver en décimas
de segundo. Y dejamos escapar cosas y personas maravillosas por orgullo, por
querer tener razón, por obstinación, por miedo y porque somos gilipollas. Ésta
última es, sin duda, la razón principal. Ese porcentaje, esa cuota de absoluta gilipollez que todos traemos de serie sin excepción. Unos más que otros, por supuesto.
Lo
único que no tiene solución alguna es morirte, porque en ese momento, sí que concluye
todo. Si te rindes al primer obstáculo que Doña Vida te impone por decreto, sin
combatir, sin plantar cara, sin exhibir toda tu artillería pesada y sin
demandarla por acoso, tan solo serás un
esclavo y un cobarde rindiéndola pleitesía eternamente. Y ella lo festejará obsequiándote a diario con una existencia hosca y enlutada, te convertirá en un ser mortificado e
intratable, incapaz ya de apreciar ni tan siquiera la inocencia en la mirada de
un niño. Y te concederá el dudoso honor
de seguir entre los vivos pero con la condena de no morir del todo. Pues aunque no os lo creáis, hay gente que prefiere ese tipo de existencia. ¡Allá ellos!
La
señora termina su discurso diciendo que el amor y la voluntad pueden con todo,
que la vida es un regalo diario y que hay que tratar de exprimirla al máximo.
Sus
más de ocho décadas se levantan de la silla y se despide de sus acompañantes
diciéndoles que se marcha ya porque tiene que conducir hasta Altea y su otra
hija la espera en la playa para comer… ¡Aluflipante!
Yo
pido otro café y me quedo disfrutando al sol de esta jornada otoñal disfrazada
de estío, pensando en que hoy hay
que cambiar la hora y que yo debo atrasar o adelantar mi ahora.