Me reúno con un grupo
de mujeres para comer. No pertenecen ni mucho menos a mi círculo de amigas
íntimas, pero tampoco están incluidas en la categoría de conocidas. Vamos, en
tierra de nadie. No nos une nada, más allá de haber coincidido en un momento dado todas juntas en una determinada actividad y el hecho de no querer perder cierto contacto.
De esas con la que te juntas muy de vez en cuando, conversas de temas
normalmente intrascendentes, y en ocasiones, vas un poco más allá e incluyes
cuestiones personales, pero de charla ligera y sin matizar en exceso. Pasando
de puntillas por todo lo que suponga un atisbo de topless emocional.
Todas son listas, preparadas,
capaces, y algunas, muy divertidas. Y físicamente, hay de todo; desde la
fea de manual a la rubia de mechas californianas.
Oteadas desde fuera, siempre me habían parecido mucho más centradas que yo. Sus trabajos de nivel, sus casas maravillosas, sus maridos perfectos, sus inteligentes y adorables hijos que aprueban todo con nota y nunca se meten en líos… De esas que nunca se quejan por nada y a las que el tiempo les concede la bula de una prórroga constante con el fin de poder abarcar para ir tres veces a la semana al gimnasio, a talleres para hacer magdalenas, llevar a sus niños a clases de hípica y tiro al pichón, a cantar en el coro de la iglesia y realizar labores sociales. Y todo ello sin perder un ápice de glamour, porque ellas no sudan, no tienen canas ni arrugas, llegan con holgura a final de mes y visten ropa y joyas de marca.
Vamos, que cada vez que almuerzo con ellas pienso en lo mal repartido que está el mundo y en lo imperfecta que soy yo.
Empezamos con un aperitivo y cañas del tamaño de un trasatlántico. Yo no bebo alcohol, así que me pido mi inevitable Coca Cola. Pasamos a la comida que deciden regar con un buen vino, mientras yo me decanto por agua (sí, para algunas cosas puedo resultar sosita). Tras dos botellas, los estragos comienzan a notarse y las lenguas se sueltan, soberanas y dichosas, como niños en un parque.
Y ahí viene mi sorpresa. Es una de ellas la que primero rompe el fuego y nos cuenta la situación personal que está atravesando, digna de una telenovela, pero en absoluto envidiable. Me quedo estupefacta escuchándola; su marido tiene una amante desde hace tiempo, pero ella lo acaba de descubrir. El marido, lejos de negarlo, le ha propuesto seguir como están. Dice que la quiere, que es guapa y buena madre y que no desea el divorcio, pero que tenga claro que habrá más amantes. Si se divorcia, amenaza con echarla de la empresa (él es el dueño) y hacerle la vida imposible con la custodia de los niños. Ella, una solvente psicóloga con mucha experiencia a sus espaldas ayudando a salir del pozo a tantos pacientes y, sin embargo, incapaz de gestionar la montaña rusa de emociones a la que está siendo sometida.
Poco a poco las demás
se van animando, tanto que casi se quitan las palabras las unas a las otras.
Allí se escucha de todo. Y cuando digo de todo, no os podéis ni imaginar. Yo no
doy crédito, aunque tomo notas mentales. Es obvio que alguna de estas historias
tenía que contarlas en este mi pequeño espacio, mi blog.
La siguiente está yendo
a terapia desde hace meses. Nos cuenta que es muy infeliz. Personalmente soy
incapaz de empatizar con ella y la escucho con distancia y desafecto. No
trabaja por decisión propia, aunque posee estudios superiores, tiene solo una hija que estudia en el
extranjero, un marido que la adora y que gana dinero para que puedan vegetar con
holgura las próximas tres generaciones. Vive en lo que ella llama casita y yo
denomino palacete. Contemplo la posibilidad de que mi condición de escritora haya
terminado por desvirtuar mi visión de las cosas pero, francamente, 500 metros
cuadrados de vivienda, dos piscinas, cancha de tenis, un invernadero y un
pequeño refugio maravillosamente acondicionado para que la hija pueda reunir a
sus amigos cuando viene de visita a España, a mí no me parece que sea una “casita”.
Además de eso, goza de buena salud, es mona y se dedica a cultivar el cuerpo y
a viajar.
La tercera se quedó
viuda hace diez años, con 38, y nos confiesa que desde entonces no ha catado varón.
Eso sí que es una tragedia, expreso en voz alta dando rienda suelta a mi
impulsividad. Me mira con mala cara y yo me disculpo atropelladamente
intentando quitar hierro al asunto. Y nunca mejor dicho, hierro. Porque eso es
lo que va a tener que atravesar el que se decida a entrar ahí…
Desparraman durante un
buen rato, entre lágrimas, suspiros, sentencias y algún que otro grito. Menos
mal que ya nos hemos quedado solas en la terraza del restaurante y solo el
camarero, que nos escucha estratégicamente situado, es testigo de tanto desahogo.
Entre la cerveza, el vino, el chupito y la liberación que ha supuesto narrar
sus cuitas en primera persona, no hay manera de levantarse de allí.
Me preguntan si yo no
tengo nada que confesar. ¡No, no! Mi vida es previsible y aburrida, les digo absolutamente
convencida. Por suerte, dan por buena mi respuesta.
Deciden continuar su particular
fiesta en otro local donde, dicen, van a tomar unas copas. No quiero pensar
en cómo acabarían.
Yo me marcho a buscar a mis hijos al colegio más contenta que nunca. Soy la única que no está borracha, que no visita al loquero, que no llega a fin de mes, que tiene hijos normales y que viste de Primark con más clase que todas ellas juntas. Tengo material para varias entradas en el blog y he podido comprobar que la imagen, aparentemente ideal que transmitían, solo era una barata capa de esmalte. Un barniz tan inconsistente y espurio que con un solo soplido, se desintegra.
Texto escrito por Susana Cañil
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