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jueves, 29 de junio de 2017

FALSAS APARIENCIAS



Me reúno con un grupo de mujeres para comer. No pertenecen ni mucho menos a mi círculo de amigas íntimas, pero tampoco están incluidas en la categoría de conocidas. Vamos, en tierra de nadie. No nos une nada, más allá de haber coincidido en un momento dado todas juntas en una determinada actividad y el hecho de no querer perder cierto contacto.


De esas con la que te juntas muy de vez en cuando, conversas de temas normalmente intrascendentes, y en ocasiones, vas un poco más allá e incluyes cuestiones personales, pero de charla ligera y sin matizar en exceso. Pasando de puntillas por todo lo que suponga un atisbo de topless emocional. 

Todas son listas, preparadas, capaces, y algunas, muy divertidas. Y físicamente, hay de todo; desde la fea de manual a la rubia de mechas californianas.




Oteadas desde fuera, siempre me habían parecido mucho más centradas que yo. Sus trabajos de nivel, sus casas maravillosas, sus maridos perfectos, sus inteligentes y adorables hijos que aprueban todo con nota y nunca se meten en líos… De esas que nunca se quejan por nada y a las que el tiempo les concede la bula de una prórroga constante con el fin de poder abarcar para ir tres veces a la semana al gimnasio, a talleres para hacer magdalenas, llevar a sus niños a clases de hípica y tiro al pichón, a cantar en el coro de la iglesia y realizar labores sociales. Y todo ello sin perder un ápice de glamour, porque ellas no sudan, no tienen canas ni arrugas, llegan con holgura a final de mes y visten ropa y joyas de marca.

Vamos, que cada vez que almuerzo con ellas pienso en lo mal repartido que está el mundo y en lo imperfecta que soy yo.

Empezamos con un aperitivo y cañas del tamaño de un trasatlántico. Yo no bebo alcohol, así que me pido mi inevitable Coca Cola. Pasamos a la comida que deciden regar con un buen vino, mientras yo me decanto por agua (sí, para algunas cosas puedo resultar sosita). Tras dos botellas, los estragos comienzan a notarse y las lenguas se sueltan, soberanas y dichosas, como niños en un parque. 

Y ahí viene mi sorpresa. Es una de ellas la que primero rompe el fuego y nos cuenta la situación personal que está atravesando, digna de una telenovela, pero en absoluto envidiable. Me quedo estupefacta escuchándola; su marido tiene una amante desde hace tiempo, pero ella lo acaba de descubrir. El marido, lejos de negarlo, le ha propuesto seguir como están. Dice que la quiere, que es guapa y buena madre y que no desea el divorcio, pero que tenga claro que habrá más amantes. Si se divorcia, amenaza con echarla de la empresa (él es el dueño) y hacerle la vida imposible con la custodia de los niños.  Ella, una solvente psicóloga con mucha experiencia a sus espaldas ayudando a salir del pozo a tantos pacientes y, sin embargo,  incapaz de gestionar la montaña rusa de emociones a la que está siendo sometida.

Poco a poco las demás se van animando, tanto que casi se quitan las palabras las unas a las otras. Allí se escucha de todo. Y cuando digo de todo, no os podéis ni imaginar. Yo no doy crédito, aunque tomo notas mentales. Es obvio que alguna de estas historias tenía que contarlas en este mi pequeño espacio, mi blog.

La siguiente está yendo a terapia desde hace meses. Nos cuenta que es muy infeliz. Personalmente soy incapaz de empatizar con ella y la escucho con distancia y desafecto. No trabaja por decisión propia, aunque posee estudios superiores,  tiene solo una hija que estudia en el extranjero, un marido que la adora y que gana dinero para que puedan vegetar con holgura las próximas tres generaciones. Vive en lo que ella llama casita y yo denomino palacete. Contemplo la posibilidad de que mi condición de escritora haya terminado por desvirtuar mi visión de las cosas pero, francamente, 500 metros cuadrados de vivienda, dos piscinas, cancha de tenis, un invernadero y un pequeño refugio maravillosamente acondicionado para que la hija pueda reunir a sus amigos cuando viene de visita a España, a mí no me parece que sea una “casita”. Además de eso, goza de buena salud, es mona y se dedica a cultivar el cuerpo y a viajar.

La tercera se quedó viuda hace diez años, con 38, y nos confiesa que desde entonces no ha catado varón. Eso sí que es una tragedia, expreso en voz alta dando rienda suelta a mi impulsividad. Me mira con mala cara y yo me disculpo atropelladamente intentando quitar hierro al asunto. Y nunca mejor dicho, hierro. Porque eso es lo que va a tener que atravesar el que se decida a entrar ahí…

Desparraman durante un buen rato, entre lágrimas, suspiros, sentencias y algún que otro grito. Menos mal que ya nos hemos quedado solas en la terraza del restaurante y solo el camarero, que nos escucha estratégicamente situado, es testigo de tanto desahogo. Entre la cerveza, el vino, el chupito y la liberación que ha supuesto narrar sus cuitas en primera persona, no hay manera de levantarse de allí.

Me preguntan si yo no tengo nada que confesar. ¡No, no! Mi vida es previsible y aburrida, les digo absolutamente convencida. Por suerte, dan por buena mi respuesta.

Deciden continuar su particular fiesta en otro local donde, dicen, van a tomar unas copas. No quiero pensar  en cómo acabarían.

Yo me marcho a buscar a mis hijos al colegio más contenta que nunca. Soy la única que no está borracha, que no visita al loquero, que no llega a fin de mes, que tiene hijos normales y que viste de Primark con más clase que todas ellas juntas. Tengo material para varias entradas en el blog y he podido comprobar que la imagen, aparentemente ideal que transmitían, solo era una barata capa de esmalte. Un barniz tan inconsistente y espurio que con un solo soplido, se desintegra.


Texto escrito por Susana Cañil
Derechos Reservados


jueves, 15 de junio de 2017

¿TIENE EDAD EL AMOR?



Retorna estos días, de la mano de Risto Mejide, la inmortal polémica sobre si la diferencia de edad exagerada que exista entre una pareja puede ser un inconveniente, incluso un motivo de ruptura, a corto o medio plazo.

Él tiene 44, ella 21. Si analizo la noticia desde una frialdad siberiana, despojada de guarnición y ornamentos, sin conocer nada sobre cómo se gestó su historia, tan solo con los gélidos dígitos que asoman insolentes desde la pantalla del ordenador pues resulta, al menos, inquietante.
¿Qué puede aportar una veinteañera a un hombre que se acerca a los 50, aparte de lo evidente? Creo que poco o nada. Aun en el hipotético caso de que esta chica fuera el colmo de la madurez, que las hay, no posee, por escaso recorrido vital, un bagaje emocional, sentimental, sexual ni intelectual como para entender y afrontar con sabiduría el comportamiento de un hombre de esa edad y poder salir airosa de todas las vivencias y situaciones que le tocará vivir. Muchas de las cuales, por cierto, serán primeras veces para ella pero no para él, con el  consiguiente riesgo de convertirse en un desagradable y continuado  deja vu sin anuncios en el intermedio para tomar aliento.





Lo mismo si hablamos de ella. Por lo general este tipo de mujeres busca refugio y seguridad en un hombre mucho mayor porque lo que desea es más un padre que un compañero. Al final lo más normal, es que se imponga un rol paternalista que definirá inevitablemente la relación. Personalmente creo que este tipo de uniones vienen marcadas por carencias, por conflictos no resueltos tanto en la niñez como en la adolescencia, tal vez por la falta de una presencia paterna, escasa autoestima o la búsqueda insistente de una tutela, de un abrigo en el que sentirse a salvo.
Ahora bien, si hacemos caso al dicho de que el amor no tiene edad y a las propias experiencias, entonces el análisis varía radicalmente. Y ahí entra en juego mi yo más sentimental, más pasional y, tal vez más ingenuo, del que me es imposible prescindir.
Porque es cierto que cuando el amor llega arrasa, arrastra, trastorna, enloquece, desata, libera...Porque el amor de verdad es loco, irracional, apasionado, irreverente, único, creativo, sorprendente, real y feliz.

Y cuando llega lo hace igual que un ladrón de guante blanco, sin avisar, de puntillas y con un claro objetivo; saquearte el corazón. Y estás perdida porque nada de lo que hagas para evitarlo repelerá el ataque. El mundo desaparece para dar paso a un universo en el que solo habitan dos personas y otras cientos de miles que son espectros, sin rostro, sin voz, sin sexo, con los que en ocasiones no te queda más remedio que relacionarte, pero maldita la gracia que te hace. Las horas son segundos cuando estás con él pero cuando no, un minuto se convierte en un lustro. Y echas de menos tanto que crees que vas a morir. Y en realidad, mueres. Lo haces en cada suspiro, en cada pensamiento, en cada recuerdo, en cada deseo. Solo piensas en su mirada, en su aroma, en su manera celestial de pronunciar tu nombre, en esos chistes malos que cuenta y que te arrancan carcajadas solo porque los cuenta él. En su manera única y peculiar de hacerte el amor unas veces y otras, de follarte sin piedad. Porque te gusta del derecho, del revés, triste, enfadado, preocupado, durmiendo o recién levantado. Y te imaginas con él haciendo la compra, discutiendo por quien baja la basura o buscando los calcetines desparejados de la colada. Y todo te apetece en la misma medida. Visitar una exposición o ir a contar hormigas al campo. Ver una película desde el sofá o discutir porque dice que no sabes poner las comas al escribir. En realidad todo está ahí, el paisaje nunca cambia, lo que cambia, y mucho, es nuestra percepción de él. Detectas colores, olores y sabores nuevos que, por supuesto, no lo son; estaban ahí, parapetados tras el gris macilento de la rutina, del desuso y el automatismo.

Y  un metro que te alejes de él, te parece un viaje de larga distancia.

Da igual lo que dure; tres semanas, tres años o tres vidas. Si es de verdad, no se puede confundir con ningún otro sentir. El amor es el único invitado que aunque no anuncie su visita, siempre es bienvenido. Y no entiende de edades, de físico, de clases sociales, de finanzas o distancias.

Lo idílico sería que durara toda la vida, pero si no es así, sabrás que todo lo que llegue después serán sucedáneos con los que, tal vez, no te quedará más remedio que conformarte. Cuando has vivido eso, ya nada vuelve a ser igual. Lo mismo que ese jersey que te pones en invierno, calentito, con rotos, descolorido y con varios siglos encima que no cambiarías por otro ni por todo el oro del mundo, porque ningún otro te va a abrigar el cuerpo y el alma de la misma manera.

Si tuviera que hacer una quiniela, no les doy ni cuatro años. Ojalá me equivoque y triunfe el amor. El de verdad, el que tan solo te saluda una vez en la vida.

Texto escrito por Susana Cañil
Derechos Reservados