Los libros han formado parte
esencial de mi vida desde que era pequeña. Son casi un apéndice más al final de
mis brazos. Sin ellos no entendería mi existencia y mi corazón latiría a medio
gas.
Soy la menor de cuatro hermanos,
todos mucho mayores que yo. Digamos que llegué al mundo cuando nadie me
esperaba. Cuando parecía que las vidas de mis padres y hermanos estaban encauzadas
y en equilibrio, aterricé yo para alterarlo
todo y convertir el orden en desorden. La tranquilidad en agitación. El sueño
en vigilia. Un caos, un auténtico galimatías. Ellos dicen que un caos
inesperado pero maravilloso, aunque a estas alturas de mi vida, tengo serias dudas al respecto de que así
fuera. Porque yo me pregunto, ¿a qué hermano con 20 años le apetece de
repente tener en casa a un bebé llorón y exigente que reclama atención las
veinticuatro horas del día? Por no hablar de mi madre, que con casi 45 años
volvía a empezar con biberones, pañales y noches en vela.
La diferencia de edad con mis
hermanos, todo un abismo generacional, no supuso una brecha en cuanto a los
sentimientos se refiere, no así en mi relación con ellos. ¿Qué podía tener en común, además del siempre
sobrevalorado vínculo de la sangre, con una hermana veinte años mayor que yo?
Absolutamente nada. Transitábamos por universos tan ajenos, que cuando fui realmente consciente de ello, los libros
habían desbancado a los que tenían que haber sido mis compañeros de juegos en
circunstancias normales.
Recuerdo nítidamente que en mi
casa había mucha lectura. Temáticas muy variadas y, en ocasiones, libros poco
recomendables para una mente inquieta y exploradora
como la mía, pero aún en proceso de desarrollo. Entonces yo era una catasalsas
sin criterio definido, situación que el tiempo se ha ocupado de cauterizar con
rudeza, por fortuna. Si bien no es menos
cierto, que al vivir en un ambiente tan “adulto” maduré a una velocidad
vertiginosa. No me quedaba otra. Así fui
dejando atrás la infancia e ingresé de
lleno en la adolescencia con matrícula de honor y la señorita lectura como mi íntima amiga, a falta de una
de carne y hueso con la que sintonizara de verdad. Los libros me lo contaban
todo, no molestaban, no cuestionaban y no mentían. Todo estaba allí. ¿Qué más
necesitaba?
Con la llegada de la juventud, ya
había dejado muchos cadáveres en la cuneta: las amistades que más o menos
soportaba antaño, ya no me satisfacían. Por no hablar de los hombres. Con dieciocho
años yo salía con chicos diez años mayores que yo y ellos todavía seguían trepando
por los árboles y bebiendo Fanta. Un horror. De nuevo, otro precipicio al que enfrentarme.
El segundo de muchos por los que he tenido que arrojarme. Todo eso condicionó,
moldeó y determinó mi carácter, mis
gustos y mis amistades. Me volví tan exigente seleccionado tanto personas como libros.
Amores, desamores, tristezas,
alegrías, desengaños, encuentros, desencuentros, amistades, pérdidas, noches en
vela, anécdotas… todos ellos siempre vinculados a algún libro. No hay recuerdo importante, episodio relevante
o situación crítica o feliz en mi vida que no pueda emparentar a una lectura en
ese momento. Igual que otros ligan recuerdos con canciones, yo lo hago con los
libros.
Libros que me han marcado o han
dejado una huella indeleble en mi persona, que han sufrido mudanzas, que han cambiado
de manos, que se han extraviado temporalmente y que, milagrosamente, han
retornado a mis manos y permanecen
conmigo. Libros comprados, prestados, alquilados o regalados. Libros que busqué
o que ellos me encontraron. Testigos excepcionales y mudos que se llevarán a la tumba muchos
secretos inconfesables, momentos divertidos, amores de película, viajes
exóticos, conversaciones sireneras, sexo intemperante, mentiras temerarias,
apuestas arriesgadas y todo lo que aún me queda por vivir.
Tus grandes amigos en cualquier
soledad. Incluso cuando estás rodeado de gente. Aliados, silentes, insobornables,
fieles, palpables, sabios, oportunos…
LOS LIBROS
Texto escrito por Susana Cañil
DReservados
Texto escrito por Susana Cañil
DReservados