Hace poco estaba sentada en un restaurante, almorzando con un amigo.
Teníamos al lado a una pareja joven, yo diría que no más de 35 años. Llevaban
ambos alianzas de casados, así que supuse que serían matrimonio. Mi acompañante
y yo no dejábamos de charlar a la vez que comíamos, mientras que ellos se
zamparon el primero, el segundo y el postre sin apenas cruzar un puñado de
palabras. Todas ellas superficiales, insípidas, cargadas de urbanidad y
respeto, pero destilando aburrimiento. Pura cortesía mal disimulada. Lo sé
porque los teníamos tan cerca, que era imposible no escucharles. No se miraban
a los ojos y aprovechaban los momentos entre un plato y otro para consultar sus
respectivos teléfonos.
La verdad es que me dio lástima. Pensé que si estaban así a su edad, como estarían dentro de veinte años. Eso contando, claro está, con que siguieran juntos, que no unidos.
Hay parejas que solo necesitas observarlas cinco minutos para saber, con rotunda certeza, que entre ellos ya no queda nada interesante que les una. La pasión, la chispa, la curiosidad, las ganas, las miradas....todo lo que, tal vez, una vez existió. O a lo mejor no existió jamás, lo cual es todavía más devastador si se piensa con frialdad.
Cada vez conozco más historias así. Parejas que se casaron por mil motivos, ninguno el único ni el adecuado: el amor loco, irracional y desmedido. Parejas que se casaron por esa razón, pero el amor se largó por la ventana hace tiempo, pero aun así siguen manteniendo una farsa por motivos económicos, personales o laborales. Que mantienen un nexo de unión que nada tiene que ver con los sentimientos y mucho con el interés y la cobardía. Parejas acomodadas en la dulce rutina, sobreviviendo en un mundo nocturno y subterráneo y haciéndole creer a la gente que son felices. Parejas que viven en la misma casa y que no pasan de ser unos buenos amigos, en el mejor de los casos.
Hay parejas que las ves y sabes que hace años que no bailan juntos, que no se besan con ardor ni se miran con lujuria.