Descubriendo el cine.
Por culpa de mi sexo, que se
rinde ante la voz candorosa de una traviesa ninfa, he acabado con mis huesos y el
jumentillo de palabras que me sirve
de montura (pues aún no cuento con la suficiente talega ni el orgullo requerido
como para regalarme un brioso palafrén con el que presumir), en una encrucijada
de caminos dentro de mi mente, custodiada por un sencillo crucero (por si hace
falta abrazarse a él con fuerza). Y es en esta encrucijada a donde me ha
llevado la voz de la ninfa y tengo que decidir qué camino tomar, siendo que
ambas direcciones me exigen idéntico tributo y destino: este texto que tenía
que haber crecido al albur de un tema ya propuesto de antemano por nuestra
querida Su: Soltería o diez películas que marcaron mi vida. Izquierda, derecha
o darse la vuelta.
Pero en mi seno abriga la misma
torva tozudez y nobleza pícara que se advierten en los ojillos de mi mullido
compañero de viaje; esa chispa de razón rebelde de la que carece cualquier
montura de dentadura respetable y a respetar y que me permite atisbar que, a la
sombra del crucero providencial, un repecho angosto se introduce en el interior
del bosque que me rodea, fuera de los caminos transitados y de los adoquines
sueltos y erosionados.
No creo que tome mejor decisión que aquella que
haga honor al espíritu que puebla a los nobles habituales del callejón que
administra nuestra pequeña luz madrileña. Ni «Casado o soltero», camino de la
derecha, ni «Diez películas favoritas», ruta que corre tras el sol por Poniente.
Es legítimo tomar el repecho, por capricho, porque sí; aunque para nada sea
propio o digno de esperar de un invitado, por lo que ruego mil perdones a mi
anfitriona.
Es ese camino, el mismo por el que ahora mi amigo
gris perla se guía solo, sin tirones ni espuela, por entre los robustos y
selváticos árboles que aprisionan las sombras de mi Pasado, Presente y Futuro, en
el que me atrevo a hacer frente a lo que salga. Un sendero nuevo al que llamaré
«De cuando descubrí el cine» y con el que hoy firmo en El Callejón de los Canallas.
Siento en el espinazo el hálito
frío y extraño de los años pasados, y pronto se me ha cruzado el espectro de un
niño de cinco años, torpe y desvalido, de mirada asustada, pero también astuta,
impresión certera o no que me causa esa criatura tan solo por efecto de mi
desbocada imaginación. Sé que me estoy contemplando a mí mismo, pues es a esa
edad cuando contemplé la primera película de la que conservo recuerdo alguno.
Tan solo unos fragmentos que se quedaron en la retina y más allá, para siempre;
además de la sensación de vértigo pegado a una butaca ajada y en una sala de
cine en el que había poco más que cuatro paredes, ajena a los lujos actuales que
se pagan con el pulso febril. Entre tapias amarillentas de decorosa vejez y
contra una tela fina y blanca, héroes de épica y fantasía de una galaxia muy,
muy, lejana, se pateaban los bosques de la luna santuario de Endor. Era 1986,
efeméride consagrada al reestreno de la trilogía de «La Guerra de las Galaxias»
(o «Star Wars», si nos dejamos secuestrar por ese sórdido complejo de renegar
de todo lo que no suena, huela o sepa a burdo anglosajón, pues es más
correcto).
Si trato de otear en cierto punto
más oscuro de mi bosque mental, solo queda la Nada que ni pudo llenar Michael
Ende. Tan solo quedaron las motojets y los ewoks. Y todo lo olvidé hasta que se
desempolvó, años más tarde, cuando volví a visionar «El retorno del Jedi».
En 1986 todavía vibraba la vida
en los cines de la localidad; en concreto en un pequeño teatro en propiedad y terrenos
de los monjes franciscanos afincados en la villa desde hacía siglos. Cine sin
maquillajes superfluos y sin prohibiciones de traer chucherías de fuera, pero
sí con desconchones sobre los que se exhibían los pósters en papel que servían
para anunciar las contadas sesiones que se ofrecían. El mismo en el que me
maravillé casi una década después con «Stargate» o, válgame Dios, otros
productos menos exigentes y que me producen cierta vergüenza (no el confesar
que fui uno de los paganos que hicieron rentable el título en cuestión, sino
que los pasen por la televisión en canales y horas intempestivas de vez en
cuando, como puede suceder, por ejemplo, con «Street fighter», protagonizada
por el elástico y reiterativo Jean Claude Van Damme y que sirvió de pobre
despedida a Raúl Julia). Éramos críos de los noventa, para nada
correligionarios de los críticos de «Días de cine», y si alguien se libró de
aquella desventurada filiación, le presto mi capote para que vaya sorteando
todos los charcos que encuentre en su sendero hacia lo sublimemente relamido.
A falta de adoquín, mi leal
pollino avanza tranquilo por la bruma de mis recuerdos, pues siente la cercanía
de otros lugares en los que también descubrí el cine.
Seguía yo siendo un niño y
penetraba por mis fosas nasales el aroma salitroso y húmedo del Museo del
Pescador, que se hunde hasta las raíces de la casa-torre de los Ercilla. En su
segundo piso, si no estoy errado del todo, en una salita a la izquierda de la
escalera, poco después de dejar atrás la ventana que daba al puerto y en la que
el hábil cantero había creado un asiento perfecto para que hombres y mujeres
harto desaparecidos aprovecharan toda la luz del sol en sus labores más
sutiles, se abría al público un pequeño cine de sesión matinal y de verano; un
cine con sillas contadas y con la oscuridad de rigor asegurada para perderse en
las aventuras de Simbad y en otras muchas producciones de acción y fantasía de
las décadas de 1960 y 1970.
No hacía falta más. Aquella era
la esencia que hemos perdido al dejarnos seducir por el consumo bulímico, de
usar y tirar; la vida que disfrutábamos sin necesidad de neones y
prostitutas que se hacen pasar por damas de compañía que solo aceptan pagos con
tarjeta. Los años en los que una película seguía el fatigoso camino de las
salas hasta el mercado del video, de ahí al Plus (cuando llegó) y luego a la
televisión abierta, son humo azul que sube en espiral. Ahora hay cintas que no
tardan ni doce meses en pasar del proyector a la pantalla plana como
programación socorrida de un sábado noche para aquellas cadenas que no han
sucumbido a la vil ralea de los programas de dewater político.
¿Eso es cine?
Y las películas de mi vida se
fueron amontonando en un túmulo dedicado al despertar del amor hacia el cine,
pero son títulos que me los guardo en el silencio, pues son recuerdos menos
bulliciosos y más íntimos; ecos lejanos de un mundo que ha sido interrumpido,
durante su movimiento de rotación, cuando crucé por última vez el umbral de una
sala de proyecciones hace más de una década para acudir al estreno de «El
retorno del Rey» (resulta curioso que la primera y la última lleven por título
las tres primeras e idénticas palabras). Sé muy bien que alguien me tildará de
mentiroso, cuando no de vanidoso, o cualquier otro epíteto recurrente que acabe
estallando en su boca y que termine de forma necesaria en –oso (¡lástima que no
me sepa los números de la Lotería de forma tan
cierta!).
Me cansé de los blockbusters,
del cine con Coca Cola; de las pataditas de groseros ocupantes de la fila de
atrás contra mi sillón o el del vecino y de los gritos y sandeces de payasos en
paro que no tenían otra cosa mejor que hacer durante dos horas de sus patéticas
vidas; de no enterarme de nada y salir crispado y más pobre de una sala a la
que le sobran los artificios no necesarios para disfrutar de este arte.
Llamadme sociópata si no os gusta
rimar con –oso.
Excesivo sacrificio el mío el de
sustituir la pantalla grande por una pequeña en casa, eternamente encadenada al
euroconector del reproductor del DVD, perdiéndome la posibilidad de viajar
hasta el horizonte final de mis pupilas con «Interstellar», por ejemplo.
Lo bueno es que ahora sé elegir
mejor las películas, pero, ¿he traicionado a mi amor de juventud? Tampoco es
que sea yo un Totò di Vita; no me siento culpable y, es más, si se aprecia
despecho o desprecio en los gestos de esta dama hacia mí persona, soy incapaz
de interpretarlos de tal forma, quizá por propia y voluntaria impericia: todo
sea por conservar intactas las cicatrices del corazón y que me han cambiado,
obligándome a pasar página, a dejar atrás a la Fantasía (incluso al simpático
Fuyur, a quien conocí en la sala de proyecciones del colegio). Ahora tan solo
soy un espectador de los lejanos brillos fantasmales de unas estrellas que
están demasiado lejos de mi atalaya, muy por encima de las copas de los árboles
de este bosque de recuerdos imperturbables. Ahora tan solo quedo a merced de
argumentos más diarios y grises, reinos de topos y engaños, pero siempre
acompañado por un proyector en marcha, cuyo traqueteo soslaya el golpeteo de
los cascos de mi pequeño jumento contra el suelo.
Por momentos parece que leía "El Quijote", en ocasiones era un cuento fantástico y en otras un libro de viaje a ninguna parte. Resumiendo: me ha encantado. Sobre todo la reflexión final donde describe en lo que ha quedado el cine. En fin, todavía quedan "románticos".
ResponderEliminarPD: yo sigo llendo. Chelo
La culpa de que escriba así la tiene (y mucha) una señora que responde al nombre de doña Emilia Pardo Bazán. Un saludo!
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