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martes, 21 de noviembre de 2017

EL HURACÁN Y LOS SALVADORES DEL MUNDO



EL HURACÁN Y LOS SALVADORES DEL MUNDO


No me acuerdo del año y tampoco del nombre del huracán porque entre que mi memoria es selectiva y ella por su cuenta mezcla fechas, datos y episodios a su libre albedrío,  siempre termino por imaginar cosas que nunca ocurrieron y marginando otras que fueron realidad. Mejor para mí. Solo sé que era uno de esos que ocupan portadas  y titulares en los periódicos y con el que abren tres días seguidos las noticias en todos los telediarios porque al cuarto, ya no le interesa a nadie. Siempre habrá una noticia política, deportiva o amarilla más apasionante de la que ocuparse.

Miles de muertos y desaparecidos, daños materiales, hambre, caos, incontables estragos, pero sobre todo, destrozos en el alma. De eso, sí me acuerdo. Nada nuevo ni distinto de todos los desastres naturales que hemos tenido que ver en casa después, desde nuestro confortable sofá.

Yo trabajaba por entonces en una gran empresa, en el departamento de recursos humanos que, precisamente de humano, tenía más bien poco, por no decir nada. Un trabajo que daba de comer a mi siempre mermada cuenta corriente, pero que dejaba hambrienta, huérfana y desolada a mi pobre almita, que reclamaba a todas horas creatividad y emociones fuertes.

En todas partes existe la figura del salvador del mundo. Ese que se convierte en adalid de las contiendas perdidas, el que toca el timbre de tu conciencia porque se cree con derecho a ello, el que hace de las supuestas causas justas su bandera y estandarte y pretende arrastrar al resto en su particular cruzada. Y allí, como no, teníamos el nuestro. En este caso, nuestra. Todo un lujo, la pava.

La noticia había saltado a primera hora de la mañana y ella que era de las que siempre llegaba la primera y se iba la última como si fuera a heredar la empresa, ya había movilizado a todo su ejército de escasas neuronas para ser la estrella del día, antes de que pusieran las calles. 






Rápidamente y sin encomendarse a nadie, redactó una breve nota en la que nos “invitaba” a colaborar con una donación destinada a todos los damnificados del huracán. La circular ruló por la empresa entre las casi cuatrocientas personas que formábamos parte de la plantilla, tanto en Madrid como en las distintas delegaciones provinciales con la que contaba la compañía. Desde el presidente hasta el chaval que se ocupaba de los recados, todo el mundo leyó la dichosa notita.

Visto el empeño que la muchacha mostraba en el tema, parecía como si toda su familia hubiese fallecido víctima del ciclón. Pero no, claro. Ella poseía esa temible mezcla de afán de protagonismo, combinada con un puntito de fanatismo por ciertas causas y ese aire de superioridad moral que se gasta este tipo de gentecilla que se cree por encima del bien y del mal. Y todo ello aderezado con un carácter infernal y aspecto a caballo entre un gnomo y la señorita Rottenmeyer. Adorable de pies a cabeza.

Y claro, llegó la hora de la recaudación.
Ni corta ni perezosa estableció un mínimo, según su particular criterio, que por supuesto a todos nos parecía demasiado. Como suele suceder en estos casos, la mayoría de la gente por no enfrentarse, por falta de decisión o valor, por quedar bien o por no tener que aguantar su careto diariamente ante una negativa, aceptó la propuesta y soltó la pasta, no sin antes criticarla y despotricar como hacemos los españoles, en la sombra. ¡Para qué hacerlo a la cara!

Todos, menos yo. Cuando tocó el turno de desfilar por mi despacho le dije simplemente que yo no colaboraba. Su mirada inquisitoria y penetrante se topó unos segundos, que a las dos se nos hicieron eternos, con la mía a la espera de una excusa convincente por mi parte que, por supuesto, jamás llegó. Porque yo no suelo dar explicaciones, casi nunca y a casi nadie, y mucho menos a personas que no forman parte de mi más estricto círculo personal.
Y lo que no tolero jamás es que nadie me sugiera en qué debo gastar, invertir o donar mi dinero.

Cada persona tiene sus razones personales, legítimas e intransferibles para hacer o dejar de hacer ciertas cosas. Razones que los demás ignoramos pero que cuando no coinciden con nuestros intereses, criticamos sin medida, arrojándonos a degüello del que no te sigue el juego; su juego.

Su comportamiento conmigo después de ese incidente no me sorprendió. Como corresponde a todas las personas pequeñas, insignificantes, inseguras y orgullosas, me ignoró y me retiró la palabra, amén de poner un anuncio luminoso en toda la empresa encargándose de que no quedara nadie sin saber que yo era la única que me había negado a colaborar. En vez de tratar de averiguar la causa, a solas conmigo en una conversación. Pero eso hubiera sido pedir peras al olmo.

Curioso que muchos años después me pidiera amistad en alguna red social con un mensaje de alegría inmensa por reencontrarme. Nunca supe si era falta de memoria o la personificación de la hipocresía hecha materia humana. Por supuesto, acepté su petición.

Y a estas alturas del texto os estaréis preguntando por qué razón no contribuí ni con un céntimo.
Hace más de 25 años que dono una cantidad a Cruz Roja. Cantidad que he ido aumentando con el paso de los años y según mi disponibilidad financiera en cada momento. Ni tan siquiera en épocas económicamente muy difíciles para mí o incluso en las que he estado sin trabajo, se me ha pasado por la cabeza eliminar esa donación. Aunque me hiciera falta. He prescindido de otras cosas alegremente. No es una cantidad elevada ni tampoco una miseria, pero es lo que puedo ofrecer y me siento bien haciéndolo porque me sale del corazón.

Yo colaboro todo el año, independientemente de las tragedias puntuales que nos puedan salpicar a todos, que siempre las habrá. No necesito limpiar mi conciencia con nada. Hago lo que puedo, cuando puedo y con quién quiero. Duermo muy tranquila sabiendo que salvar al mundo no es mi misión diaria porque para eso ya tenemos a estos iluminados. ¡Y qué felicidad!



miércoles, 8 de noviembre de 2017

RESEÑA DE SILENCIOS CANTADOS


RESEÑA DE SILENCIOS CANTADOS


Es domingo y en Madrid el frío se nos ha echado encima sin permiso, después de un otoño camuflado de estío que yo quisiera eterno. El día invita a sofá, manta, un buen libro o una película pero el destino, siempre travieso, me reserva otros planes para esta tarde de noviembre.

Me sacudo la pereza y decido acompañar a varios amigos a ver un espectáculo del que sé lo justo. No he mirado críticas ni he solicitado opiniones; nunca lo hago. No me gusta llegar contaminada de comentarios camuflados en forma de elogios o de ataques, que fluctúan según el interés. Tampoco leo a los especialistas en la materia, que diseccionan el espectáculo con escalpelo y terminan por convertir su lectura en una autopsia preñada de tecnicismos que ni comprendo ni quiero comprender.




Yo sólo entiendo de lo que me araña el alma y con eso me es suficiente. Silencios Cantados, que así se llama la obra escrita y representada por María Villarroya, lo hace con creces. Y ahora, os cuento las razones.
El teatro Réplika se convierte en el epicentro escénico de este tsunami emocional que no deja indiferente ni aunque quisieras. Un espacio con aforo para unas 160 personas, íntimo, acogedor, igual que el salón de tu casa pero desprovisto de cualquier ornamento que desvíe la atención de lo que realmente importa. 

El talento nunca ha necesitado escaparates pomposos y este es un ejemplo clarísimo de ello. Se apagan las luces e irrumpe María en escena como un terremoto que, sin previo aviso, hace tambalear tus cimientos interiores con magnitud máxima en la escala de Richter. Y ahí se acaba y empieza todo. María es la protagonista, el escenario, el público y la música. El ángel y el demonio. La paz y la guerra. La derrota y la victoria. El quiero, el puedo y el debo enzarzados en una cruenta batalla. El corazón y la cabeza igual que dos bandas callejeras disputándose el territorio. Una perfecta dicotomía que cambia de registro en el tiempo en que aleteas tus pestañas y te lleva de viaje en primera clase con compañeros de vuelo como el amor, la desgana, la ironía, el dolor, la esperanza, la pérdida, la risa, el valor…

Cierto que había echado un vistazo a su libro, deteniéndome en algunos textos. Imposible leer rápido un ejemplar de casi dos kilos y con un contenido que necesita dos vidas para ser interiorizado, pero es absolutamente incomparable lo que te hace sentir al escucharla cantar, hablar y actuar.  Que tiene una voz portentosa es tan obvio que me resulta un ejercicio perezoso el tener que mencionarlo, pero no solo basta con eso. Harta de escuchar gente que canta bien, pero sin alma. No es el caso de Villarroya. Todo lo contrario. 

Se nos presenta dulce, vestida con un sencillísimo vestido de línea minimalista, sin joyas ni maquillaje y un discreto moño y  por unos instantes puedes caes en la trampa inicial de pensar en cierta fragilidad y mucho candor. Nada más lejos de la realidad. Durante hora y media no da tregua al espectador, que pasa por todos los estados anímicos a golpe de mirada, pregunta a bocajarro o esos textos de sus canciones que, insolentes, nos formulan preguntas incómodas y nos obligan a expatriarnos de nuestra zona de confort.

En un mundo colonizado por la mediocridad, en el que casi todo está dicho, escrito y hecho, yo no soy rastreadora de innovación, pero sí tan admiradora como perseguidora de la excelencia. Ella inicia la función diciendo que es una oficina de objetos perdidos. Yo añado, también, de objetos hallados. Los que yo encontré esa tarde en la figura de María. Excelsa, cercana, valiente, arrolladora, inteligente, diferente. Una auténtica diva vestida de la más absoluta normalidad. Eso sí que es peligroso.

Este mes, ella y su deliciosa obra, traspasan fronteras y apuestan (y arriesgan) por Buenos Aires. Aunque el riesgo lo es mucho menos si quien produce y conduce esta aventura es alguien como Mikel Barsa, una auténtica leyenda viva que tanto ama la música y ha hecho por ella a nivel mundial. Un genio, un sabio musical al que admiro por su trayectoria y su entrega a la causa. Y porque me da la gana, también.  Me atrevo a apostar por este caballo y su jinete con la seguridad de ganar.

Da igual Madrid, Buenos Aires, Tombuctú o Júpiter, al final la música, la palabra y el amor son elementos y emociones comunes a todo ser humano que nos enlazan y nos globalizan, nos empujan y nos dan alas, siempre presentes en cualquier ecuación. Esas cosas sencillas que nos ayudan a vivir, a ser un poquito más felices y que, a veces, encontramos en nuestra particular oficina de objetos perdidos; el corazón.

¡Muchos éxitos, María!

Autora del texto: Susana Cañil