Siempre he creído que entre
los cuentos y la despiadada realidad,
apenas existe diferencia. Es más, tiendo a pensar que todos los cuentos se
basan en historias reales, sufridas y vividas en primera persona.
Cualquier leyenda o historia que
se precie cuenta con ese personaje malvado, que por cierto, es el que más nos gusta. Porque, ¿qué interés tendría cualquier relato, historieta o novela, sin
el villano o la bruja de turno? Sinceramente, ninguno. No nos engañemos. Es
necesaria la presencia del mal para que el bien tenga sentido y justificación.
Para calmar conciencias. Para hacernos creer que al final los buenos siempre
vencen. Aferrarnos a esa idea para sobrevivir. Pero todos sabemos que, en
muchas ocasiones, los finales felices no existen.
Y
yendo un poco más allá, la infelicidad, la tristeza, el dolor y la
malicia tienen que existir. Es irremisible, sano y oportuno que así sea.
En la vida cotidiana te los
encuentras (a los malos) y los sufres
en todas partes: en forma de novio infiel, jefa tirana, compañera trepa,
inútiles ocupando cargos que no les corresponden, ex de todas las calañas,
amigas envidiosas, familiares parásitos, trabajadores negligentes, vecinos
conflictivos, suegras perversas, aspirantes a gigolós de tres al cuarto y hasta
seguidores en el Face a los que solo les interesa cotillearte y, en alguno
casos, hasta robarte ideas, por citar un puñado de ejemplos.
Todos albergamos en nuestro
interior a uno o varios de esos personajes, que sacamos a pasear a lo largo de
nuestra vida cuando las circunstancias nos obligan, en algunos casos. En otros,
por puro placer. Y en los menos, porque
en la naturaleza del individuo prevalece la condición de monstruoso y
ruin.
La idea es que exista un
equilibrio en nuestra personalidad.
Mostrar lo mejor de nuestra esencia con quien se lo merece, pero ser
implacable con quien te daña.
Me fío tan poco de la gente supuestamente buenísima como de la gente aparentemente malísima.
Es más. Casi me fío más de los malos.