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viernes, 15 de junio de 2018

LOS VERANOS DE MI VIDA


El verano siempre ha sido mi estación favorita del año. Le profeso tanto amor como odio le consagro al invierno o al otoño.  Y, lógicamente, ellos, el verano y el invierno, sabedores ambos de la posición que ocupan en mi particular repertorio de afectos, me responden cada uno en los mismos términos. Igual que si gozaran de vida propia, intuición o alma, deben percibir con nitidez mi animadversión hacia el uno y mi querencia natural hacia el otro. Fiscalizan mi carácter, influyen en mis ganas, en mi pereza o mi predisposición, en mi regocijo o mi disgusto. Barajan mi talante y mi apetito a su antojo y me reparten las pasiones y las voluntades igual que los naipes marcados de antemano. Quedo desnuda y a su merced, rendida ante sus trampas.





El frío, la lluvia y la nieve, voltean mi carácter. Una mirada de soslayo al jardín recién duchado, un súbito escalofrío o el fleco de una bufanda asomando indebidamente, me transmutan en plomiza y  apática unos días,  tormentosa y colérica, otros. Destemplada y desapacible, siempre.

Por no hablar de la pereza que me produce el ropaje invernal. Botas, guantes, gorros, jerseys de cuello alto, abrigos...Un aterrador prontuario de accesorios que calcinaría uno por uno en una hoguera si pudiera y desterraría de mi  armario por siempre jamás.  Aunque hay dos que, a mi juicio, se llevan la palma. El insufrible, y siempre molesto, paraguas y las medias. ¡Quién inventaría las medias! Antiestéticas, disformes, opresoras y en las antípodas de poder provocar cualquier deseo sicalíptico en un hombre. Y ni siquiera abrigan. Que alguien me explique su supuesta utilidad, porque yo, al hecho de no llevarlas, sólo le veo ventajas de todo tipo. Sí, la que estáis pensando también.

Pero aterriza el verano y de la misma manera que cambia el perfume en el ambiente, la luz por la mañana y el esmalte del cielo al atardecer, yo comienzo a reverdecer. Una plétora de sensaciones tan placenteras e indescriptibles, imposible de dibujar aquí, en tan solo unas líneas.

Terrazas en las que sentarme a leer  mientras el sol, descocado, se entretiene en mis mejillas, flores por doquier, chiquillos en los parques, bullicio por las calles, jornadas que se alargan, cenas en el jardín, baños en el mar… El mercurio escalando con la misma celeridad que yo cuando me apasiono con algo o con alguien.

La vida, esa que habíamos confinado junto con la ropa impregnada en naftalina,  se escapa de los armarios en forma de sexys y vaporosos vestidos, de jornadas interminables, de pamelas y bikinis, de libros que apetece devorar, de planes aplazados, de confidencias bajo la luna,  de musas que retornan con brío y exigencias, de atrevimiento en las miradas y deseos urgentes e inaplazables. Y de canciones, claro. Porque cada verano está ligado forzosamente a una canción.

Hay un día en el que abro la ventana y el paisaje que me devuelve la vida es el verano de mi infancia y adolescencia, como una película a cámara lenta y subtítulos expresados en emociones. Esos días sin colegio, sin prisas, sin obligaciones, jugando en la calle o en la playa con mis amigos. El bocata, las dos horas de digestión antes de poder volver a bañarte, el primer beso, el octavo o noveno amor, que en realidad siempre era como el primero, las diez como hora límite para llegar a casa, el cine de verano, tu vecino el buenorro o la bronca de tu padre si sospechaba que tonteabas con algún chico.  No podría afirmar con rotundidad si fueron los mejores veranos de mi vida, ha habido muchos especialmente felices y maravillosos, pero sin duda estaban preñados de ilusión, de sueños, de despreocupación, de euforia, de godeo y hasta de cierta desvergüenza, en algunos momentos.

Aunque si tuviera que quedarme con alguno, siempre apostaré por el que está por llegar.

El espíritu del estío se aproxima. Inexorablemente. Y llega para quedarse una temporada. Con él, otro año más, podré seguir llenando mi baúl de intentos, presencias, tanteos, imágenes, besos y vivencias. 

Con el tiempo los recuerdos se deforman, se alteran y, en cierto modo, se falsean. Prescindimos de lo feo y, en defensa propia, nuestra memoria, avispada y selectiva, nos incita a subirnos al tren de los momentos amables y dichosos. Mejor. El trayecto se hará corto y el paisaje, inmejorable.

Lo anticipo, lo presiento y lo deseo.

¡Ven pronto! Te estoy esperando.





Texto escrito por Susana Cañil
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