Llevo un rato largo dando
vueltas en la cama sin poder dormir. Son las 3:42 de la mañana y decido
aprovechar mi estado de vigilia para hacer lo que mejor se me da, escribir.
Ordeno a mis dedos que surquen veloces las letras del teclado de mi ordenador,
y a mi mente que no tropiece hoy con la falta de inspiración, pues son muchas
las reflexiones que quiero plasmar.
Esta crisis sanitaria global y
sin precedentes del coronavirus en la que nos hallamos inmersos, debería
hacernos recapacitar de forma inmediata sobre los valores en los que nos
apoyamos para transitar por la vida. Me decía un amigo días atrás que este tipo
de situaciones hacen aflorar lo peor y
lo mejor del ser humano; le dije que no estaba de acuerdo. La esencia del ser
humano siempre es la misma, al margen de los acontecimientos. Los malos, los
egoístas, los arrogantes, los amorales, la chusma, la tarasca inhumana…esos van
a seguir sin modificar ni una coma de su comportamiento. Tratarán de sobrevivir
a costa de lo que sea, manteniéndose a salvo (o eso creen ellos) dentro de su
anticuado y quebradizo caparazón, más rancio que el abolengo. La brújula de su
moral sólo les indica un camino; el de su ombligo. Una caterva de ingratos e
indolentes que suele tener muchas
máximas, siendo tan mínimos. Hedonistas con brillo de garrafón. Los vemos a
diario en las redes sociales, ahora que estamos, incluso, más pendientes de
ellas; los que salen a correr, montan fiestas, a pasear en bicicleta, a arrasar
en el supermercado hasta con lo que no necesitan, los que pasean una mascota de
peluche o se bañan en una piscina pública, sin respetar la consigna de quedarse
en casa. Si su vida les importa una mierda, imaginaos las ajenas. Siempre hay
un tonto de guardia.
Otro ejemplo
es nuestra nauseabunda clase política, que en vez de permanecer unidos, para
sacar a flote a la gran nación que es España, sólo piensa en su arribismo de
burdel, su mórbido ego y en cómo salvaguardar
sus sueldos y sus poltronas con el único fin de convertirlos en
vitalicios. Sus discursos nacen con vocación de tesis doctoral con sobresaliente Cum Laude, pero se quedan en apenas unos garabatos escritos en papel higiénico de marca blanca. Y
nunca mejor dicho. Individuos incapaces de empatizar con causas ni
personas. Para ellos, la mentira es su
filosofía de vida, la humildad el traje de los pobres y el corazón de los demás
su particular retrete.
Y de la testa coronada ya ni
hablo. Dándonos consejos desde su plácida y ventajosa burbuja, desde esa
atalaya con la que se cree por encima del bien y el mal, con un discurso ñoño,
perezoso, fuera de tiempo y preñado de demagogia de saldo que no me transmite
ninguna tranquilidad y toda la intranquilidad. ¿Con qué autoridad moral se
dirige a los españoles cuando guarda tanta inmundicia en la trastienda?
Estuve a punto de sacar el
árbol de navidad y cantar un villancico. Que donen a la ciencia algo de su
patrimonio. Sus cuerpos no, gracias. A ver si mejoramos las generaciones
venideras.
Todos estos indeseables no
calibran que esta vez viajamos bien juntitos en la misma patera, vestidos de
gris ceniciento y con la diana pintada en la frente. Políticos, deportistas,
actores, la chica del súper, tu vecino del quinto, emperadores o mendigos.
Todos, por fin, con las mismas posibilidades; las de enfermar. Ahora somos un
poco África, con sus epidemias, su hambruna, sus calamidades…esas que
contemplábamos con aire de superioridad desde nuestro confortable sofá pensando
en lo lejos que nos pillaba todo. Ahora, el azote es mundial. Han sacado a
ventilar la alfombra y los piojos nos han alcanzado, a pesar de que no saben
volar.
Y aquí sí hago distinciones. El
inteligente sabrá percibir la trascendencia tan grande de este momento y
practicar una cura de humildad. Los
limpios de alma, sabrán reconducir comportamientos, agradecer esas pequeñeces
de la vida a las que no solemos dar importancia, hasta que las perdemos; dar un
paseo, sentarte en una terraza al sol, viajar, ir al cine o a un concierto, salir
el domingo al Rastro madrileño, estar con tus amigos o con tu amor, hasta discutir
(con la consiguiente reconciliación) se me antoja una belleza. Desde siempre he
mantenido mi particular discurso de que sólo hay dos cosas importantes en la
vida: la salud y los afectos. Ahora más que nunca me reafirmo en ello.
La vida nos ha penalizado con
tarjeta roja, en clave de aviso, en múltiples ocasiones y nosotros haciendo la
vista gorda. Nos hemos burlado de ella. En justo castigo a nuestro desdén, nos
envía esta plaga con posdata adjunta: “Ahí os apañéis, humanos. A ver cómo
salís de esta”. Nos ha mostrado, en una única clase magistral, lo vulnerables
que somos. El desafío está servido.
Nadie imagino jamás vivir una
debacle de este calibre. Todo lo que nos parecía hercúleo se ha tambaleado. Hoy, sin espectáculos, ni
cines, ni fútbol, ni bares, sin centros comerciales en los que gastar dinero en
cosas absolutamente prescindibles, sin salida de emergencia, nos toca vivir mar
adentro y fabricar nuestra propia fuente de felicidad. Nos han extirpado la
prisa y ahora no sabemos vivir. ¡Qué torpes somos!
Es mucho lo que se puede hacer. A menudo, lo que nos salva de las catástrofes
personales son los pequeños gestos y no las grandes gestas. Llama a tus amigos
y familiares; preocúpate por ellos y ocúpate de ellos. Hazle la compra a tu
anciano vecino o saca a pasear a su perro si él no puede. Regala tus libros, tu
música, tu risa o tus letras. Reparte alegría y aísla el egoísmo. Todo suma.
Todo es importante. Toda colaboración es bienvenida siempre que nazca del
corazón, siempre que sea auténtica y sentida, porque entonces, será eficaz y perdurable en el tiempo.
Y cuando
volvamos a nuestra vida normal, recuerda dar las gracias cada día por todo lo
bueno que tenemos que parece invisible, pero no lo es. Será una victoria
pírrica, pero aniquilaremos al enemigo, no me cabe duda.
Y recordad: lo extraordinario habita en lo cotidiano. No perdáis el tiempo buscando dónde no es.
Autora el texto: Susana Cañil
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