EL HURACÁN Y LOS SALVADORES DEL MUNDO
No me acuerdo del año y tampoco del nombre del huracán porque entre que mi memoria es selectiva y ella por su cuenta mezcla fechas, datos y episodios a su libre albedrío, siempre termino por imaginar cosas que nunca ocurrieron y marginando otras que fueron realidad. Mejor para mí. Solo sé que era uno de esos que ocupan portadas y titulares en los periódicos y con el que abren tres días seguidos las noticias en todos los telediarios porque al cuarto, ya no le interesa a nadie. Siempre habrá una noticia política, deportiva o amarilla más apasionante de la que ocuparse.
Miles de muertos y desaparecidos, daños materiales, hambre, caos, incontables estragos, pero sobre todo, destrozos en el alma. De eso, sí me acuerdo. Nada nuevo ni distinto de todos los desastres naturales que hemos tenido que ver en casa después, desde nuestro confortable sofá.
Yo trabajaba por entonces en una gran empresa, en el departamento de recursos humanos que, precisamente de humano, tenía más bien poco, por no decir nada. Un trabajo que daba de comer a mi siempre mermada cuenta corriente, pero que dejaba hambrienta, huérfana y desolada a mi pobre almita, que reclamaba a todas horas creatividad y emociones fuertes.
En todas partes existe la figura del salvador del mundo. Ese que se convierte en adalid de las contiendas perdidas, el que toca el timbre de tu conciencia porque se cree con derecho a ello, el que hace de las supuestas causas justas su bandera y estandarte y pretende arrastrar al resto en su particular cruzada. Y allí, como no, teníamos el nuestro. En este caso, nuestra. Todo un lujo, la pava.
La noticia había saltado a primera hora de la mañana y ella que era de las que siempre llegaba la primera y se iba la última como si fuera a heredar la empresa, ya había movilizado a todo su ejército de escasas neuronas para ser la estrella del día, antes de que pusieran las calles.
Rápidamente y sin encomendarse a nadie, redactó una breve nota en la que nos “invitaba” a colaborar con una donación destinada a todos los damnificados del huracán. La circular ruló por la empresa entre las casi cuatrocientas personas que formábamos parte de la plantilla, tanto en Madrid como en las distintas delegaciones provinciales con la que contaba la compañía. Desde el presidente hasta el chaval que se ocupaba de los recados, todo el mundo leyó la dichosa notita.
Visto el empeño que la muchacha mostraba en el tema, parecía como si toda su familia hubiese fallecido víctima del ciclón. Pero no, claro. Ella poseía esa temible mezcla de afán de protagonismo, combinada con un puntito de fanatismo por ciertas causas y ese aire de superioridad moral que se gasta este tipo de gentecilla que se cree por encima del bien y del mal. Y todo ello aderezado con un carácter infernal y aspecto a caballo entre un gnomo y la señorita Rottenmeyer. Adorable de pies a cabeza.
Y claro, llegó la hora de la recaudación.
Ni corta ni perezosa estableció un mínimo, según su particular criterio, que por supuesto a todos nos parecía demasiado. Como suele suceder en estos casos, la mayoría de la gente por no enfrentarse, por falta de decisión o valor, por quedar bien o por no tener que aguantar su careto diariamente ante una negativa, aceptó la propuesta y soltó la pasta, no sin antes criticarla y despotricar como hacemos los españoles, en la sombra. ¡Para qué hacerlo a la cara!
Todos, menos yo. Cuando tocó el turno de desfilar por mi despacho le dije simplemente que yo no colaboraba. Su mirada inquisitoria y penetrante se topó unos segundos, que a las dos se nos hicieron eternos, con la mía a la espera de una excusa convincente por mi parte que, por supuesto, jamás llegó. Porque yo no suelo dar explicaciones, casi nunca y a casi nadie, y mucho menos a personas que no forman parte de mi más estricto círculo personal.
Y lo que no tolero jamás es que nadie me sugiera en qué debo gastar, invertir o donar mi dinero.
Cada persona tiene sus razones personales, legítimas e intransferibles para hacer o dejar de hacer ciertas cosas. Razones que los demás ignoramos pero que cuando no coinciden con nuestros intereses, criticamos sin medida, arrojándonos a degüello del que no te sigue el juego; su juego.
Su comportamiento conmigo después de ese incidente no me sorprendió. Como corresponde a todas las personas pequeñas, insignificantes, inseguras y orgullosas, me ignoró y me retiró la palabra, amén de poner un anuncio luminoso en toda la empresa encargándose de que no quedara nadie sin saber que yo era la única que me había negado a colaborar. En vez de tratar de averiguar la causa, a solas conmigo en una conversación. Pero eso hubiera sido pedir peras al olmo.
Curioso que muchos años después me pidiera amistad en alguna red social con un mensaje de alegría inmensa por reencontrarme. Nunca supe si era falta de memoria o la personificación de la hipocresía hecha materia humana. Por supuesto, acepté su petición.
Y a estas alturas del texto os estaréis preguntando por qué razón no contribuí ni con un céntimo.
Hace más de 25 años que dono una cantidad a Cruz Roja. Cantidad que he ido aumentando con el paso de los años y según mi disponibilidad financiera en cada momento. Ni tan siquiera en épocas económicamente muy difíciles para mí o incluso en las que he estado sin trabajo, se me ha pasado por la cabeza eliminar esa donación. Aunque me hiciera falta. He prescindido de otras cosas alegremente. No es una cantidad elevada ni tampoco una miseria, pero es lo que puedo ofrecer y me siento bien haciéndolo porque me sale del corazón.
Yo colaboro todo el año, independientemente de las tragedias puntuales que nos puedan salpicar a todos, que siempre las habrá. No necesito limpiar mi conciencia con nada. Hago lo que puedo, cuando puedo y con quién quiero. Duermo muy tranquila sabiendo que salvar al mundo no es mi misión diaria porque para eso ya tenemos a estos iluminados. ¡Y qué felicidad!
Siempre diré que prefiero un enemigo malvado y al que se vea venir de lejos que a este tipo de gente. Yo también hubiera acepado su solicitud de amistad, lo mejor es tenerlos vigilados.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo, José. Prefiero la gente que va de cara, pero somos los menos desgraciadamente. Mil gracias por leer. Un abrazo.
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