Fantástica la frase de este escritor británico. Aunque más bien suena a
sentencia.
Sobre el sentimiento de la venganza cada uno
tiene su propia opinión. Casi todo el mundo dirá, que no merece la pena. Y en
cierto modo, estoy de acuerdo. Si tuviéramos que ir devolviendo con la misma
moneda cada vez que alguien nos provoca sufrimiento o nos ofende, nos
pasaríamos media vida invadidos de odio, rencor y sentimientos negativos. Por
no mencionar la pérdida de tiempo que supone invertir en malquerencias pudiendo
hacerlo en emociones que regocijen tu alma y te reconcilien con el entorno.
Pero por supuesto, una cosa es la teoría y otra muy distinta, la
práctica. Aquí todos somos muy comedidos y políticamente correctos hasta que
nos toca a nosotros. O nos tocan a los nuestros. Entonces damos un giro
copernicano y descubrimos que ese sentimiento de venganza es puro instinto
radical, visceral, profundo y endémico que habita con naturalidad en cualquiera de
nosotros y late con desesperación desde
las entrañas de nuestro ser queriendo aflorar en su peor versión.
Muchos expertos han estudiado y analizado el comportamiento de las
personas a lo largo de la historia, llegando a la conclusión de la que la
venganza “tiene una función de protección
dentro de una comunidad”.
Pensad, por ejemplo, en alguien que hiciera daño a vuestros hijos, que
os involucre en un delito que no habéis cometido o que os haya humillado hasta
perder toda vuestra autoestima. Quien diga que no tiene sed de venganza,
sencillamente está mintiendo.
Yo aquí
distinguiría entre desquite o desagravio, que viene a ser algo más reposado y
socialmente aceptado, y la venganza pura
y dura, que no consiste en resarcir el
daño que nos han hecho, sino que lo que persigue no es otra cosa más que el
otro padezca en sus propias carnes el dolor que te ha ocasionado a ti. Una
réplica exacta. Y si puede ser más intensa, tanto mejor.
A lo largo de nuestra vida, el impulso de revancha (yo abogo por diseñar una creativa, elegante, planificada) es ineluctable y yo diría que hasta necesario. Es humano y es legítimo sentir y pensar así. El daño, el dolor ocasionado de forma gratuita por gente mezquina requiere una respuesta en la misma línea. Que el otro sienta en su propia piel el padecimiento que infligió. Es cierto que con ello se persigue un objetivo más humillante que reparador, pero ¡qué placer tan increíble cuando lo consigues! Efímero, sí, pero placer al fin y al cabo.
No creo que el ser humano esté dispuesto ni capacitado para perdonar todo. Ni siquiera considero que sea sano hacerlo. Ojo, no hablo de acumular rencores, de fomentar enemistades o sentarse a descansar en la inquina de forma permanente, hasta verse apresado en un bucle del que ya no puedas escapar. No. Simplemente hay ocasiones en las que hay que dar salida en forma de malevolencia y que esa persona sepa que no se ha salido con la suya. Que ser malvado y retorcido tiene un precio.
El perdón no debe ser forzado ni tampoco
fingido, porque entonces ni sirve ni resuelve nada. Se convierte en un sentimiento vacuo y
carente de credibilidad.
La capacidad para perdonar no nos viene de serie en los humanos. Hay que ejercitarla, pero eso sí, focalizada solo a aquellas personas que merecen ser perdonadas.
Es necesario saber distinguir entre perdonar y pasar página para no hacerte a ti mismo más que el daño indispensable.
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