No sabe si han sido quince años o dieciocho los que han pasado juntos.
Aunque hubieran sido cinco. ¡Qué más da! Hace tiempo que perdió la cuenta,
aunque hoy, a él, le fatigan como cien. Hasta ahora, no había reparado en ello.
Sólo hasta que tuvo el arrojo y el motivo, potente motivo, para poner fin a esa
absurda historia que se había zampado media vida. La suya.
Cien. Y en cada uno de ellos cien toneladas de inapetencia, de
infecundidad y de sinsabores. Cien toneladas de reproches y censuras. De
sentirse un liliputiense cuando era un gigante. De muchas humillaciones en
privado y algunas en público. De escuchar muchos “cállate” o “no sabes de lo que hablas”. De miradas que no necesitaban ser arropadas
con palabras, porque en sí mismas, eran balas exterminadoras directas al
corazón. De falta de comunicación y silencios atronadores. De confundir
prudencia con miedo y amistad con amor.
Ella preñó su vida de incomodidad y descontento. De horas desiertas y jornadas
eternas. Le confinó en una cueva, lóbrega y húmeda, sin camino de retorno ni llave de repuesto. No sólo le privó de luz, sino que poco a poco, consiguió
asfixiar la que él poseía en su interior. Liquidó sus fantasías y le vistió con
el uniforme color ceniciento de la invisibilidad. En su armario, desierto, ya no
colgaban perchas con ilusiones, empeños ni voluntades. Ya tan sólo era un androide
cuyo único rastro de pasión palpable se lo proporcionaba su profesión. ¡Bendita
profesión! Al menos le ataba a la vida con un hilo de angosta esperanza.
A sus más de cincuenta, él no sabía nada del amor. Del de verdad, claro.
Del que te atropella y te arrasa invadiendo tu torrente sanguíneo. Del que
llega sin pedir permiso por triplicado y se abre paso a codazos. Del que tumbó
sus muros defensivos a golpe de caricias y certidumbres. Pero todo cambió aquel día de noviembre en el
que cruzó su mirada con aquella mujer. Entonces ese adventicio equilibrio que gobernaba
su vida, ese statu quo que reinaba en su
hogar, se quebró peligrosamente, inclinando la balanza un poquito. Sólo un poco
al principio, pero lo suficiente para volver a poner en marcha la maquinaria de
su cerebro y el pulso de su corazón. El hombre que un día fue, había resucitado
y no existía espacio para una vuelta atrás.
Y ella, la de verdad, la que le amaba, la que se había enamorado locamente
de él, con cariño y paciencia entraba cada día en su caverna y le sacaba de
paseo. Un día le enseñaba la luz del sol, otro a caminar sin miedo entre la
gente, otro a disfrutar de una charla sin más. Tantos pequeños detalles que él
ni sabía que existían, porque jamás habían estado presentes en su tóxica
relación.
Han pasado quince meses y él no es ni la sombra de lo fue al lado de
aquella bruja con aspiraciones de mujer. Resplandece por todos los poros de su
piel. Ha cambiado su forma de vestir y hasta de reír. Y ha vuelto a
estudiar. Ahora enciende la chimenea de
su casa, esa que jamás fue utilizada, y pone velas de colores y olores
atrayentes, viste su baño de malva, escribe canciones para ella y hace el amor con su chica en sitios insospechados. Y disfruta como un quinceañero
lamiendo un helado por la calle y luciendo camisas rosas y pajaritas de Zara.
Ya nunca volverá a ser el mismo, porque ella le ha enseñado a vivir sin
respiración artificial. A quererse y valorarse. A comprender que las mujeres
baratas salen muy caras. A entender el inmenso valor de vivir solo antes que
hacerlo con una enferma mental que anule tu identidad y te convierta en un
zombi o peor aún, en una réplica de ella misma.
Ahora podría arrojarse al precipicio sin miedo, porque sabe que ella
estaría abajo en forma de malla redentora. Ya ha aprendido la lección: sabe que
no todas las mujeres son iguales ni merecen el mismo trato.
Hoy se ha mirado al espejo y un rostro familiar le ha saludado a través
de él. Ha tardado unos minutos en reaccionar, pero al fin se ha dado cuenta.
¡Cuánto me he echado de menos!, le ha dicho al tipo confiado que le sonreía.
Por fortuna, esta es una historia con final feliz. Otras no lo son. Muchos
son los hombres que por cobardía o vergüenza, por temor a no volver a ver a sus
hijos, por ausencia de apoyo familiar o falta de recursos económicos no son
capaces de enfrentarse a este tipo de mujeres amargadas, manipuladoras e inseguras que terminan carcomiendo la
voluntad más férrea que pueda tener un ser humano.
Hoy voy a romper una lanza a
favor de todos esos hombres que están pasando por situaciones parecidas o peores, y de los que no se habla.
A menudo estos hombres viven
en un permanente infierno diario bajo el yugo de mujeres, si es que podemos
llamarlas así, que solo encuentran el placer en la tarea de socavar, dinamitar
y demoler la autoestima de la persona con la que conviven, en algunos casos con
consecuencias dramáticas.
Existe un infierno para
todas esas mujeres.
Se llama soledad y es el que merecen.
Autora del texto: SUSANA CAÑIL - Derechos Reservados
Autora del texto: SUSANA CAÑIL - Derechos Reservados
Querida Su:
ResponderEliminarComo hombre que soy y que trasiega, para su desgracia anímica y de úlcera, con la inmundicia humana prácticamente a diario, agradezco de todo corazón tu texto bellamente hilado, al que has dedicado tus pensamientos acerca de esa cara oculta (una de tantas) de las relaciones personales y de esa sociedad atada a estereotipos, dados tan solo la vuelta, aún cuando quiere hacerse "la libre".
En eso que se ha venido a denominar de forma bastarda, por incorrecta, como violencia de género física y psíquica, a la mujer se la ha posicionado como la víctima y el hombre como el verdugo. No hay vuelta de hoja, no insistáis porque la otra versión de la historia “no existe”, hasta que alguien meta los dedos en las llagas del crucificado (y ni aún así). Y eso es lo que nos toca en suerte como seguidores a la fuerza de lo poli(chorris)ticamente correcto, habitantes de un mundo en el que lloramos y nos vamos de manifestación por la violencia del hombre contra la mujer, pero que nos reímos a mandíbula batiente hasta que se nos desencaja del hombre que sufre violencia y minimizamos los daños a todos los niveles; pues, si los índices de agresiones que salen en la tele por interés son altos, no son inferiores los que no interesa airear.
Conozco hombres como los de la historia y no todos saben encontrar una salida (o, sabiendo dónde está, tocar la manilla), simplemente porque abrir esa puerta tan solo conduce a un infierno aún más profundo.
Una relación de pareja, entre hombre y mujer, entre hombres y entre mujeres, da lo mismo, —pues también nos creemos estúpidamente que las personas con tendencias homosexuales no sufren este calvario, por mucho que los medios y la Ley, oportunamente dirigidos de forma torticera hacia otros intereses, se callen con sonrisas amplias—, es de amor y no de anulación; de respeto, aún cuando nos podemos soliviantar para pedir perdón al instante (somos humanos); pero la violencia nunca tiene que tener cabida pues va contra el propio espíritu de la relación. Es una negociación constante, sí, pero es un proyecto común de dos personas hacia una meta. Poco o nada importa que se pase por el trámite del vestidito blanco, el arroz o, simplemente, el firmar en el Registro Civil.
Aquellas personas (amargadas, psicópatas, dominantes o como quieras denominar) que no entienden (o no quieren entender) esto último que he dicho, son las que merecen, como bien afirmas, querida Su, la soledad; pero, por desgracia, tan vasto sentimiento solo es feudo de los que no son así.
Como siempre, Javier, mil gracias por leerme. Y no solo por eso, también por tus acertados comentarios y tu inteligente lectura de mi humilde escrito. Un beso, querido.
ResponderEliminarLeo hoy, con un año de retraso, esta entrada de tu blog. Tiene la valentía de hablar de un asunto que está ahí, pero cuya visibilidad no se produce, a mi juicio, por dos causas: a los hombres nos da vergüenza reconocer que nos maltrata una mujer -y no hablamos de ello por el qué dirán- y además, no es políticamente correcto hacerlo. Y como muestra de ello, tiene que ser una mujer como tú quien contribuya a visibilizar el problema.
ResponderEliminarGran entrada en tu blog, Susana. Enhorabuena.
¡Muchísimas gracias, José Antonio! Esas palabras viniendo de alguien a quien admiro como tu, adquieren otra dimensión.
EliminarTú con acento, que me lo he comido. Perdón.
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