Hace tiempo que descubrí que dar tu palabra, para ejecutar, consumar o cumplir una cosa a la que previamente te has comprometido, ya no es tendencia en ningún ámbito de la vida.
Dar tu palabra y asumir con madurez, compromiso y dignidad las consecuencias de respetar un pacto, no está moda. Y me refiero a compromisos escritos. Contratos, firmas, acuerdos, alianzas, transacciones…Con nombres y apellidos. Con procedencia y rúbrica. Con marca de agua y sello lacrado. De esos de los que no puedes desertar alegremente sin secuelas, sin daños colaterales y sin el honor un poco tiznado. Y en algunos casos, sin implicaciones legales.
De los otros, de los compromisos desnudos de cualquier carácter legal, ya ni hablo. Me refiero a esas promesas que hacemos espontáneamente, aunque sean relativas a temas triviales o domésticos. Con buena voluntad o a lo loco. Con el clandestino deseo de obtener algo…o no. Porque lo que uno dice por quedar bien, el otro puede que reciba el mensaje con una percepción muy distinta. Que se lo tome en serio, vamos. ¡Fíjate qué tontería! Por ello, hay que ser extremadamente cuidadoso y noble con las cosas con las que uno se compromete. Porque también tu honor y tu credibilidad se juegan el tipo.
Aquí es donde entra en juego la terapia de aprender a decir no. Si decimos que no, argumentando ese “NO” (no puedo, no quiero, no tengo tiempo, no me reporta nada...) ni perdemos el tiempo ni se lo hacemos perder a los demás y la imagen que transmitimos es franca y sin repulgos. Si por el contrario faltamos a nuestra palabra, naufragan irremediablemente tu seriedad y tu credibilidad, generando un estado de desconfianza que a la larga te salpicará negativamente en otros momentos de tu vida.
Aquí es donde entra en juego la terapia de aprender a decir no. Si decimos que no, argumentando ese “NO” (no puedo, no quiero, no tengo tiempo, no me reporta nada...) ni perdemos el tiempo ni se lo hacemos perder a los demás y la imagen que transmitimos es franca y sin repulgos. Si por el contrario faltamos a nuestra palabra, naufragan irremediablemente tu seriedad y tu credibilidad, generando un estado de desconfianza que a la larga te salpicará negativamente en otros momentos de tu vida.
Es cierto que a todos nos puede suceder alguna vez, pero cuando se convierte en tu “modus operandi” diario, en tu filosofía para circular por la vida, te ganarás una fama de insolvente, incapaz y deshonesto que te precederá en tu vida social, familiar y profesional. Y eso es muy, muy feo.
¿Cuánto vale nuestra palabra hoy en día? ¿Qué valor le otorgamos a lo que prometemos o decimos en un momento dado? ¿Qué necesidad hay de mentir si desde el principio sabes que no hay en ti la más mínima intención de mantener un acuerdo? ¿No sería más fácil decir que no desde el principio sin recurrir a excusas de saldo que te convierten en una persona barata y tramposa?
Recuerdo con claridad la primera vez que tuve conciencia tajante de algo así, porque marcó un antes y un después en mi biografía. Supuso una aflicción para mi alma, inocente y aun casi virgen. Pero con un acentuado sentimiento de incomodidad y de rechazo profundo. Y la sacudida, evidente y rotunda de que, partir de ese momento, tendría que ponerme en guardia contra el mundo si no quería sangrar más de la cuenta. Me hice mayor de golpe.
Tenía apenas 18 o 19 años y estaba estudiando. Mi sentido de la responsabilidad, pero sobre todo de la independencia, me llevó a querer ganar mi propio dinero desde muy joven. Me negaba a pedirles a mis padres para salir, o para ir al cine o para comprarme un vestido, que además, para colmo, tenía que pasar la censura de mis hermanos mayores.
Así que, a través de un amigo, comencé a trabajar en un pequeño y familiar bufete de abogados donde atendía labores administrativas y similares que compatibilizaba con mis estudios. Al principio, el dueño de la empresa, un abogado de aspecto prepotente y maneras chulescas, me dijo que estaría en período de prueba un tiempo por si no le gustaba y que, si no era así, me haría un contrato de trabajo. Y yo le creí, claro. Lo había prometido y yo pensaba entonces que lo que se promete, se cumple. ¡Ingenua de mí!
Y así pasaron los meses, hasta seis. Ellos me pagaban, poquísimo y en negro. Y cada vez que reclamaba mi contrato, me daban una excusa distinta prometiéndome que lo iban a hacer. Tenía dos compañeras de trabajo, una de ellas en las mismas condiciones que yo, pero que ya acumulaba cuatro años allí. Yo era joven, pero ni tonta ni ajena a lo que sucedía. Y por supuesto, me daba perfecta cuenta de la calaña del sujeto.
Tras un año trabajando allí, decidí buscarme un abogado (uno íntegro y con ética, me refiero) y denunciar mi situación. No voy a adentrarme en detalles, pero perdí mi pequeña batalla. Mis estupendas compañeras negaron todo, hasta conocerme y él, también. Me quedé sin trabajo, sin la amistad del amigo que me introdujo allí y con mi dignidad por el suelo. Pero sobre todo, preñada de ira. Porque no entendía que reclamar lo que habíamos pactado, fuese casi un delito. Tenía todo el derecho a molestarme y, como mínimo, a recibir una explicación. Ni llegó el contrato, ni la explicación, ni siquiera alguna falsaria disculpa. Pero me fui con la lección bien aprendida.
No ha cambiado casi nada desde entonces. O sí. Si acaso, ahora todo es más palmario en las reacciones y fusco en las intenciones. Ya no queda, en general, voluntad de cumplir y menos de agradar. Cualquier pretexto es válido, por muy cerril, irrisorio, inverosímil o improvisado que sea. Eso en el mejor de los casos, cuando la otra persona te importa un poco o simplemente te interesa conservar la relación por puro egoísmo.
En el peor de los escenarios, es decir, cuando el otro te importa un carajo, lo único que recibes como respuesta es un silencio atronador y huérfano de elegancia.
A partir de entonces me he tenido que enfrentar a muchas situaciones así. ¡Y las que me quedan! Con amigos, con jefes, con la familia, con conocidos… Y con cada una de esas decepciones he ido confeccionando mi particular blindaje para que me afecte lo menos posible y se escurran por mi traje hasta acabar en la alcantarilla, cuál cucarachas ahogadas. Todos ellos. Las promesas incumplidas y los que las incumplen.
Cuando te comprometes a algo, debes cumplirlo hasta el final. Cueste lo que cueste.
No hay mayor compromiso moral que el que se rubrica con un apretón de manos, un abrazo, un beso, una mirada o una sana intención, sin necesidad de un incómodo papel firmado con siete copias compulsadas y entregadas por un emisario atravesando montañas y valles.
No hay mayor compromiso moral que el que se rubrica con un apretón de manos, un abrazo, un beso, una mirada o una sana intención, sin necesidad de un incómodo papel firmado con siete copias compulsadas y entregadas por un emisario atravesando montañas y valles.
¡Cuántos acuerdos importantes se han cerrado con unas palabras escritas atropelladamente en una servilleta!
¡Dónde han quedado aquellos pactos entre caballeros, en los que SÓLO se necesitaba ser un caballero! (aquí, por supuesto, también incluyo a las damas).
Y tú... ¿en cuánto valoras tu palabra?
Texto escrito por Susana Cañil
Derechos Reservados
Antes de contestar, quiero agradecerte, Susana, que me hayas dado a conocer dos palabras nuevas para mí: repulgo y fusco.
ResponderEliminarEn cuanto al tema del artículo, pretendo ser de las personas que cumplen lo que promenten, aunque no siempre lo consigo. Lo que sí es de destacar, echándole una buena dosis de cinismo al asunto, es que del verbo cumplir se deriva cumplimiento, y ya lo dice la misma palabra: cumplo y miento.
Por lo demás, magnífico artículo, Susana.
Lo de "cumplo" y "miento", sensacional. ¡Y nunca mejor dicho!
ResponderEliminarGracias por leer y por tus palabras, José Antonio. Bien sabes que viniendo de ti, las tengo muy en cuenta.
Muchos prometen porque es la fórmula verbal del desprecio. Yo también he sido acariciado por muchas promesas que se han quedado en humo, o en silencio. «Sí, sí, yo...» y, luego, nada, pero lo hicieron para que estuviera calladito y les dejara en paz.
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