miércoles, 4 de septiembre de 2019

LA DESPEDIDA





Me la encontré en el metro hace unos años. Fue ella la que al reconocerme elevó mi nombre por encima de la contaminación acústica que suele imperar durante la hora punta del metro madrileño, mientras yo recorría con premura uno de esos interminables pasillos subterráneos plagados de almas anónimas con mucha prisa y escasa paciencia. Volvía a casa tras una larga jornada de trabajo. Al escuchar mi nombre la miré, y pensé que se había equivocado, pero ante su insistencia, me paré. La escruté de arriba abajo, rebuscando en los compartimentos de mi memoria para tratar de ubicarla, pero no daba con la pista. Estaba a punto de irme, cuando aterricé en sus ojos. Enormes, de un verde sin inventar y larguísimas pestañas; algo en ella me resultaba familiar… Soy Ana, ¿te acuerdas?, me dijo sonriendo con cara de felicidad.



¡Claro! En ese momento caí en la cuenta. Ella sí me identificó. Yo a ella no la hubiese reconocido jamás. Debió notar mi cara de perplejidad, porque enseguida justificó su terrible cambio físico.

Ana fue de esas amigas con las que forjas una sólida amistad de adolescencia. Nos conocimos a través de un primo suyo, compañero mío de colegio. Yo tenía 16 y ella me sacaba unos 5 años. Pero eso nunca supuso una brecha en nuestra relación, más bien todo lo contrario. Al ser mayor que yo, su grupo de amigos también se movía en la misma frecuencia, lo que para mí resultaba divertido y enriquecedor. Fueron años felices de compartir tardes de patinaje sobre hielo, excursiones, conciertos, días estivales en la piscina, confidencias, enfados y decepciones. Éramos casi inseparables. Nos repetíamos como un mantra  que seríamos amigas para siempre. De ahí pasamos a nuestros primeros novietes, situación que trajo enhebrados los  primeros indicios de cisma perfumados de desencanto. Ana era una chica lista, con ansias de superación, leal, honesta y con un físico de modelo que quitaba el hipo. A su lado, yo era un patito feo. 

Pero adolecía de autoestima, carencia por la que tuvo que pagar un peaje carísimo. Provenía de una familia honrada, pero bastante humilde, que vivía en un barrio periférico y conflictivo de Madrid. En contra de su voluntad, tuvo que abandonar los estudios muy temprano y ponerse a trabajar como asistenta en casa de un conocido político de la época. Primaba alimentar al estómago antes que al intelecto, por pura supervivencia familiar.  Le tocó la lotería, porque el señor era honrado, íntegro y un caballero. Inteligente como era, percibió rápidamente las posibilidades de mi amiga y se ofreció a sufragarle los estudios, con la condición de que siguiera atendiendo su casa. Yo, por supuesto, no solo me alegré, sino que la alenté a seguir por ese camino.

Nuestra amistad seguía en pie, aunque maltrecha. Ya se palpaba un distanciamiento que nada tenía que ver con el cariño y la lealtad que nos profesábamos, pero sí, y mucho, con el contraste de inquietudes, planes de futuro y conductas éticas que nos posicionaban en las antípodas, sin remisión.
Un día conoció a un chico por el que, de la noche a la mañana, se volvió loca. El tipo era guapo a rabiar, pero a mí me produjo un rechazo inmediato. Siempre he tenido un radar al que yo apodo el 3G, genuino, geométrico y garante, que hace saltar todas mis alarmas ante cierto tipo de individuos, sin margen posible de error. Este era uno de esos casos. Tras su espectacular carcasa, yo vislumbré en unos días lo que ella tardó media vida en ver y la otra media en reconocer. Era un chulo de libro: controlador, celoso, ruin, holgazán y con adicciones; lo que viene a ser una joyita. Advertí a mi amiga de lo que se le venía encima y toleró mis injerencias durante un breve espacio de tiempo, solo por respeto a nuestra ya casi extinta amistad. Cuando él logró sus propósitos, que dejara sus estudios y apartarla de la “mala influencia” que era yo, entró por la puerta grande a un infierno de dimensiones espeluznantes. Ya de novios comenzaron las palizas, después la introdujo en el alcohol y las drogas y finalmente, la dejó embarazada. Y todo en tiempo record. Su entorno al completo, familia y amigos, cerramos filas en torno a ella y pusimos el mayor énfasis en ayudarla a salir de allí. Hasta su jefe quiso intervenir, pero todos nuestros empeños resultaron infructuosos.

Cuando se casó con él, yo me alejé para siempre de ella con plena conciencia y mucho dolor. Tiempo después desfiló el resto de sus amigos, consumidos por sus negativas a dejarse ayudar, hasta que se quedó completamente sola.  Hice lo que buenamente pude, pero cada uno es gerente de su propio albedrío y yo no estaba dispuesta a dejarme arrastrar a su peligroso abismo.
Por amigos comunes me enteré después de que fue madre de dos hijas, que él nunca trabajó y siempre vivió a su costa, y que los golpes continuaron. Nunca más supe de ella ni quise.

Me contó todo el drama de lo que había sido su existencia un día de invierno, en una estación cualquiera de metro, en medio de un ir y venir de una muchedumbre ajena, lo que revestía a la escena de algo lúgubre y anacrónico. Seguía siendo muy joven, pero ya no quedaba vestigio alguno de la beldad que fue, a excepción de su mirada esmeralda. Había dejado el alcohol y las drogas y se había divorciado de ese ser indeseable. Parece que, por fin, reunió el valor necesario para dar el paso, pero los daños eran incalculables. Llegaba tarde a casi todo. Ver su deterioro exterior, era solo la punta de iceberg. Me pidió el teléfono y vernos para tomar un café, con ánimo de retomar la amistad. Le dije que no sin pestañear. Hacía tres vidas que Ana había dejado de formar parte de mis amistades. Mi núcleo duro ya estaba formado y no había sitio para ella. Cada una eligió una senda. No digo que la mía haya estado exenta de errores pero, desde luego, nunca hubo, ni habrá, saltos al vacío que pongan en juego mi vida, mis principios ni mi dignidad. Me despedí de aquella desconocida que durante unos minutos, sin aviso ni permiso, había invadido mi  tranquilidad. Hay personas con las que te reencuentras tras mucho tiempo y tiñen de sombras tu recuerdo. Y el suyo.

Hoy, casi diez años después de aquel encuentro fortuito, me entero de que ha fallecido. Puede que haya sido de desabrigo, de tristura, de soledad, de los efectos de las sustancias que durante años formaron parte de su rutina, de las palizas que permitió o de nada de eso. O de todo a la vez. Tal vez estaba exhausta de tanto sobrevivir. Todo lo que hacemos, y lo que dejamos de hacer, imprime su huella y pasa factura. Entre el destino y el desatino solo hay una letra que marca la diferencia. ¡Pero menuda diferencia!

Autora del texto: @susanacanil

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11 comentarios:

  1. Destino y desatino.
    Algo tan sencillo cómo salir rápidamente para llegar a tiempo, sino perderás el tren.
    Así son las vidas de todos los que nos rodean. Tan diferentes, unas tan tristes, otras a simple vista tan dichosas.
    Bonito relato, Susana.

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    1. Bonito, pero triste. Me alegra que te haya gustado, Ángeles. Gracias.

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  2. Me ha gustado mucho, muy duro, pero así es la vida y sobre todo si coges el tren equivocado y no te respetas ni a ti mismo.
    Genial Susana.

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  3. No piensas que una persona con adicciones, sigue siendo una persona y con un poco de atención y con los contactos adecuados se puede reconvertir y darle un nuevo sentido a su vida?

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    1. ¡Por supuesto! Y ya le dimos oportunidades. Todas, de hecho. Pero si una persona quiere destrozar su vida, que lo haga sola. Conmigo que no cuente.

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  4. ¡Vaya...menuda historia! Supongo que el encuentro de las dos amigas fue una forma de cerrar un círculo que, de un modo u otro, permanecía abierto.
    Sólo nosotros somos responsables de las decisiones que tomamos.

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    1. De alguna manera, así fue. Cada uno es responsable de sus acciones y debemos lidiar con las consecuencias. Echar la culpa al destino o a los demás de tus propios errores, es un ejercicio estéril, injusto y perezoso. ¡Gracias, Esther!

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  5. Me ha encantado Susana.Yo viví una experiencia casi simétrica a la tuya y con el mismo argumento casi.El final fué el mismo.En tu relato es muy probable que ella no tuviera la culpa de proyectar su destino,pero aveces uno se puede equivocar con consecuencias devastadoras y sin punto de retorno.Cuantas historias hay en el metro de Madrid, en un bar cualquiera, un parque...tantos sitios..Maravillosa historia Susana, con final triste pero como la vida misma.En cierto modo, nosotros somos un poco Arquitectos de nuestro propio destino.

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    1. Son lecciones de vida. Uno puede ayudar hasta un punto, pero llega un momento en que tu propia vida puede verse seriamente perjudicada por comportamientos ajenos muy peligrosos. Y toca alejarse. Es lo que hice y la verdad, nunca me arrepentí. Gracias por tu comentario.

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  6. Y qué sería de nosotros sin esas personas que día a día arriesgan su vida por la de los demás, aunque las suyas se vean "seriamente perjudicadas..." por esas personas que están dispuesta a ayudar o que en una situación difícil no dudan en tirarse al agua...

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    1. Me limito a escribir lo que siento, lo que vivo o he vivido, lo que haría en determinadas situaciones. A veces, acertaré. Muchas otras, no. Vamos, como todo el mundo.Humana y por lo tanto, defectuosa. Gracias por tu comentario. Un saludo.

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