Me la encontré en el metro
hace unos años. Fue ella la que al reconocerme elevó mi nombre por encima de la
contaminación acústica que suele imperar durante la hora punta del metro
madrileño, mientras yo recorría con premura uno de esos interminables pasillos
subterráneos plagados de almas anónimas con mucha prisa y escasa paciencia. Volvía
a casa tras una larga jornada de trabajo. Al escuchar mi nombre la miré, y
pensé que se había equivocado, pero ante su insistencia, me paré. La escruté de
arriba abajo, rebuscando en los compartimentos de mi memoria para tratar de
ubicarla, pero no daba con la pista. Estaba a punto de irme, cuando aterricé en
sus ojos. Enormes, de un verde sin inventar y larguísimas pestañas; algo en
ella me resultaba familiar… Soy Ana, ¿te acuerdas?, me dijo sonriendo con cara
de felicidad.
¡Claro! En ese momento caí
en la cuenta. Ella sí me identificó. Yo a ella no la hubiese reconocido jamás.
Debió notar mi cara de perplejidad, porque enseguida justificó su terrible
cambio físico.
Ana fue de esas amigas con
las que forjas una sólida amistad de adolescencia. Nos conocimos a través de un
primo suyo, compañero mío de colegio. Yo tenía 16 y ella me sacaba unos 5 años.
Pero eso nunca supuso una brecha en nuestra relación, más bien todo lo
contrario. Al ser mayor que yo, su grupo de amigos también se movía en la misma
frecuencia, lo que para mí resultaba divertido y enriquecedor. Fueron años
felices de compartir tardes de patinaje sobre hielo, excursiones, conciertos,
días estivales en la piscina, confidencias, enfados y decepciones. Éramos casi
inseparables. Nos repetíamos como un mantra que seríamos amigas para siempre. De ahí
pasamos a nuestros primeros novietes, situación que trajo enhebrados los primeros indicios de cisma perfumados de
desencanto. Ana era una chica lista, con ansias de superación, leal, honesta y
con un físico de modelo que quitaba el hipo. A su lado, yo era un patito feo.
Pero adolecía de autoestima, carencia por la que tuvo que pagar un peaje
carísimo. Provenía de una familia honrada, pero bastante humilde, que vivía en
un barrio periférico y conflictivo de Madrid. En contra de su voluntad, tuvo
que abandonar los estudios muy temprano y ponerse a trabajar como asistenta en
casa de un conocido político de la época. Primaba alimentar al estómago antes
que al intelecto, por pura supervivencia familiar. Le tocó la lotería, porque el señor era
honrado, íntegro y un caballero. Inteligente como era, percibió rápidamente las
posibilidades de mi amiga y se ofreció a sufragarle los estudios, con la
condición de que siguiera atendiendo su casa. Yo, por supuesto, no solo me
alegré, sino que la alenté a seguir por ese camino.
Nuestra amistad seguía en
pie, aunque maltrecha. Ya se palpaba un distanciamiento que nada tenía que ver
con el cariño y la lealtad que nos profesábamos, pero sí, y mucho, con el
contraste de inquietudes, planes de futuro y conductas éticas que nos
posicionaban en las antípodas, sin remisión.
Un día conoció a un chico
por el que, de la noche a la mañana, se volvió loca. El tipo era guapo a
rabiar, pero a mí me produjo un rechazo inmediato. Siempre he tenido un radar
al que yo apodo el 3G, genuino, geométrico y garante, que hace saltar todas mis
alarmas ante cierto tipo de individuos, sin margen posible de error. Este era
uno de esos casos. Tras su espectacular carcasa, yo vislumbré en unos días lo
que ella tardó media vida en ver y la otra media en reconocer. Era un chulo de
libro: controlador, celoso, ruin, holgazán y con adicciones; lo que viene a ser
una joyita. Advertí a mi amiga de lo que se le venía encima y toleró mis
injerencias durante un breve espacio de tiempo, solo por respeto a nuestra ya
casi extinta amistad. Cuando él logró sus propósitos, que dejara sus estudios y
apartarla de la “mala influencia” que era yo, entró por la puerta grande a un
infierno de dimensiones espeluznantes. Ya de novios comenzaron las palizas,
después la introdujo en el alcohol y las drogas y finalmente, la dejó
embarazada. Y todo en tiempo record. Su entorno al completo, familia y amigos,
cerramos filas en torno a ella y pusimos el mayor énfasis en ayudarla a salir
de allí. Hasta su jefe quiso intervenir, pero todos nuestros empeños resultaron
infructuosos.
Cuando se casó con él, yo me
alejé para siempre de ella con plena conciencia y mucho dolor. Tiempo después
desfiló el resto de sus amigos, consumidos por sus negativas a dejarse ayudar, hasta
que se quedó completamente sola. Hice lo
que buenamente pude, pero cada uno es gerente de su propio albedrío y yo no
estaba dispuesta a dejarme arrastrar a su peligroso abismo.
Por amigos comunes me enteré
después de que fue madre de dos hijas, que él nunca trabajó y siempre vivió a
su costa, y que los golpes continuaron. Nunca más supe de ella ni quise.
Me contó todo el drama de lo
que había sido su existencia un día de invierno, en una estación cualquiera de
metro, en medio de un ir y venir de una muchedumbre ajena, lo que revestía a la
escena de algo lúgubre y anacrónico. Seguía siendo muy joven, pero ya no quedaba
vestigio alguno de la beldad que fue, a excepción de su mirada esmeralda. Había
dejado el alcohol y las drogas y se había divorciado de ese ser indeseable.
Parece que, por fin, reunió el valor necesario para dar el paso, pero los daños
eran incalculables. Llegaba tarde a casi todo. Ver su deterioro exterior, era
solo la punta de iceberg. Me pidió el teléfono y vernos para tomar un café, con
ánimo de retomar la amistad. Le dije que no sin pestañear. Hacía tres vidas que
Ana había dejado de formar parte de mis amistades. Mi núcleo duro ya estaba
formado y no había sitio para ella. Cada una eligió una senda. No digo que la
mía haya estado exenta de errores pero, desde luego, nunca hubo, ni habrá,
saltos al vacío que pongan en juego mi vida, mis principios ni mi dignidad. Me
despedí de aquella desconocida que durante unos minutos, sin aviso ni permiso, había invadido mi tranquilidad. Hay
personas con las que te reencuentras tras mucho tiempo y tiñen de sombras tu
recuerdo. Y el suyo.
Hoy, casi diez años después
de aquel encuentro fortuito, me entero de que ha fallecido. Puede que haya sido
de desabrigo, de tristura, de soledad, de los efectos de las sustancias que
durante años formaron parte de su rutina, de las palizas que permitió o de nada
de eso. O de todo a la vez. Tal vez estaba exhausta de tanto sobrevivir. Todo
lo que hacemos, y lo que dejamos de hacer, imprime su huella y pasa factura. Entre
el destino y el desatino solo hay una letra que marca la diferencia. ¡Pero menuda
diferencia!
Autora del texto: @susanacanil
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Destino y desatino.
ResponderEliminarAlgo tan sencillo cómo salir rápidamente para llegar a tiempo, sino perderás el tren.
Así son las vidas de todos los que nos rodean. Tan diferentes, unas tan tristes, otras a simple vista tan dichosas.
Bonito relato, Susana.
Bonito, pero triste. Me alegra que te haya gustado, Ángeles. Gracias.
EliminarMe ha gustado mucho, muy duro, pero así es la vida y sobre todo si coges el tren equivocado y no te respetas ni a ti mismo.
ResponderEliminarGenial Susana.
No piensas que una persona con adicciones, sigue siendo una persona y con un poco de atención y con los contactos adecuados se puede reconvertir y darle un nuevo sentido a su vida?
ResponderEliminar¡Por supuesto! Y ya le dimos oportunidades. Todas, de hecho. Pero si una persona quiere destrozar su vida, que lo haga sola. Conmigo que no cuente.
Eliminar¡Vaya...menuda historia! Supongo que el encuentro de las dos amigas fue una forma de cerrar un círculo que, de un modo u otro, permanecía abierto.
ResponderEliminarSólo nosotros somos responsables de las decisiones que tomamos.
De alguna manera, así fue. Cada uno es responsable de sus acciones y debemos lidiar con las consecuencias. Echar la culpa al destino o a los demás de tus propios errores, es un ejercicio estéril, injusto y perezoso. ¡Gracias, Esther!
EliminarMe ha encantado Susana.Yo viví una experiencia casi simétrica a la tuya y con el mismo argumento casi.El final fué el mismo.En tu relato es muy probable que ella no tuviera la culpa de proyectar su destino,pero aveces uno se puede equivocar con consecuencias devastadoras y sin punto de retorno.Cuantas historias hay en el metro de Madrid, en un bar cualquiera, un parque...tantos sitios..Maravillosa historia Susana, con final triste pero como la vida misma.En cierto modo, nosotros somos un poco Arquitectos de nuestro propio destino.
ResponderEliminarSon lecciones de vida. Uno puede ayudar hasta un punto, pero llega un momento en que tu propia vida puede verse seriamente perjudicada por comportamientos ajenos muy peligrosos. Y toca alejarse. Es lo que hice y la verdad, nunca me arrepentí. Gracias por tu comentario.
EliminarY qué sería de nosotros sin esas personas que día a día arriesgan su vida por la de los demás, aunque las suyas se vean "seriamente perjudicadas..." por esas personas que están dispuesta a ayudar o que en una situación difícil no dudan en tirarse al agua...
ResponderEliminarMe limito a escribir lo que siento, lo que vivo o he vivido, lo que haría en determinadas situaciones. A veces, acertaré. Muchas otras, no. Vamos, como todo el mundo.Humana y por lo tanto, defectuosa. Gracias por tu comentario. Un saludo.
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