Es irremediable. Cada diciembre, involuntaria e inevitablemente,
vuelvo a hacer balance del año. De todos
esos momentos, convertidos ya en pura historia; una plétora de vivencias que van a parar a mi mochila, tan
rebosante a estas alturas, que tendré que trasladarlas a un trasatlántico o
mejor, comprar un nuevo continente para que quepan todas holgadamente.
Este 2017, al que ya le han dado la extremaunción, deja tras de sí su
particular testamento y un raudal de sensaciones. Algunas de difícil
clasificación. Alegrías, kilos de risas compartidas, decepciones y
traiciones, sorpresas, oportunidades, lágrimas, muchos desvaríos, envidias, grandes
descubrimientos, amor…También certezas. La de saber que puedo con todo y que jamás
renunciaré a ser como soy por intentar agradar a nadie. También esa otra, tan
liberadora, de comprobar que todo pasa y que lo que ayer era una montaña de
aspecto perverso y tránsito insalvable, hoy es un insignificante pellizco de arena resbalando entre mis dedos.
No soy de las mujeres que
dejan pasar los trenes. Yo me subo a casi todos, sin billete ni destino, aunque
de algunos me vea obligada a arrojarme en marcha. Cualquier experiencia, por
infernal que sea, contiene su cuota de positivismo y enseñanza. Y en estos 365
días he aprendido muchas cosas:
A no juzgar sin conocer.
Que las personas se delatan
cuando no eres tú el que das el primer paso.
Que nadie se muere de amor.
Que la amistad es una carretera de doble sentido.
Que no hay verdades, hay
versiones.
Que las acciones, y no el tiempo, sitúan a cada uno en su legítimo lugar, ya
sea éste un palacio, un circo o el contenedor de los residuos tóxicos.
A huir de inmediato de todo lo que suponga alejarse de uno mismo.
Que los grandes momentos se esconden tras los pliegues de la
cotidianidad.
Que quien no sabe reconocer errores ni pedir perdón, no puede enseñarte nada.
Que todo lo importante llega cuando ya casi lo diste por perdido.
Que tengo mucha munición, pero no cualquiera merece que la gaste.
Que París valió esa misa.
La pasión, la impetuosidad y
las ganas, son mis fieles compañeras de
viaje, desde que me levanto hasta que el sol se oculta. Eso me lleva a pisar
muchos charcos, a atravesar jardines con cactus, a bucear entre tiburones y a
tener que tratar con serpientes pitones. Por no hablar de los demonios y
animales salvajes que habitan dentro de mí. Con tanto peligro, fuera y dentro,
salir indemne es misión imposible. Es el precio a pagar por ser inconformista, curiosa
y rebelde. Merece la pena. No cambio nada si la otra opción es vivir bajo el
paraguas de la molicie, de las normas establecidas, las escritas y las que no,
sobrevivir en color gris… ¡No! Prefiero
morir en rojo escarlata.
Hasta llegar a la persona
que soy en la actualidad he tenido que degollar Trolls, disparar a Minotauros y
comerme unos cientos de Pitufos, y lo que me queda.
El nuevo año que se nos
echa encima será a ratos hostil, difícil e insoportable. Y por momentos,
placentero, luminoso y transitable. Vamos, lo de siempre. Porque eso es la
vida. Una de cal y una de arena. Porque si todo en ella fueran experiencias
positivas, ¿qué espacio quedaría para el aprendizaje?
Tendrá de todo, ya que
más de 8000 horas dan para un cóctel en el que participan todos los
estados anímicos. Como debe ser.
Y así lo afronto. Con cautela y en estado de alerta. Sin grandes expectativas para no caer en el pozo del desencanto y las frustraciones. Pero también con mi paraguas para las tormentas, mi capa protectora para las decepciones, mi vestido de pasión para todos los días del año y la ilusión como ingrediente básico de mi alimentación.
Y así lo afronto. Con cautela y en estado de alerta. Sin grandes expectativas para no caer en el pozo del desencanto y las frustraciones. Pero también con mi paraguas para las tormentas, mi capa protectora para las decepciones, mi vestido de pasión para todos los días del año y la ilusión como ingrediente básico de mi alimentación.
El año se salda con momentos memorables.
Los mejores no se pueden contar, ni siquiera imaginar. Tengo alguna cana más,
fruto de los disgustos, de las preocupaciones y de las noches en vela. También
unas cuantas arrugas que antes no estaban, producto de risas descontroladas, de
enfados, de proyectos que nunca cristalizaron, de sorpresas inesperadas, de
desencantos, de locuras…de pura vida.
Gracias a todos los que habéis estado a mi lado este año cuando realmente
lo he necesitado.
A los que quieran seguir conmigo el camino el próximo año, que me acompañen. Yo sólo les prometo entregarme de la única forma que sé hacerlo: con pasión.
Y a los que no, buen
viaje.
¡Feliz año, mis
canallas!